Camilo de Lelis nació el 25 de mayo de 1550 en Buquiánico, cerca de Chieti, región de los Abruzos, Italia. Su madre era sexagenaria cuando dio a luz a Camilo. Fue un adolescente rebelde y apasionado de los juegos de azar, situación que le genero graves contratiempos.
Era alto de estatura para la época. Hijo de un militar, Juan de Lelis, elige esa misma profesión. Se enroló en el ejército veneciano para luchar contra los turcos pero pronto contrajo una enfermedad en la pierna que le hizo sufrir toda su vida. En 1571 ingresó como paciente en el Hospital Santiago de los Incurables en Roma donde más tarde trabajó como criado. Nueve meses después fue despedido a causa de su temperamento revoltoso y por su adicción al juego.
En 1574 apostó en las calles de Nápoles sus ahorros, sus armas, todo lo que poseía y perdió hasta la camisa que llevaba puesta. Solo y en la miseria medita entre mendigar o robar para vivir. Finalmente, gracias a las enseñanzas maternas, decide pedir limosna.
Es invitado por el administrador de los Capuchinos de la ciudad a trabajar en el convento de los frailes que se estaban construyendo en Manfredonia. Una reflexión espiritual del guardián del convento lo llevó a una profunda conversión. Camilo cayó de rodillas, pidió perdón de sus pecados con muchas lágrimas y se encomendó a la misericordia de Dios.
La conversión tuvo lugar en 1575 cuando Camilo tenía 25 años. Desde entonces comenzó una nueva vida de penitencia y completa sumisión a Jesucristo.
Solicitó ingresar en los capuchinos e inició el noviciado. Una enfermedad de su pierna impidió su profesión y regresó al Hospital de Santiago en Roma donde se consagró al cuidado de los enfermos.
A la edad de treinta años decide hacerse sacerdote e ingresa en el Colegio Romano (ahora Universidad Gregoriana) para iniciar estudios eclesiásticos. A pesar de la burla de sus jóvenes compañeros, que le discriminaban porque le encontraron demasiado viejo para decidirse por el sacerdocio, se ordena sacerdote el 26 de mayo de 1584.
Camilo trataba a cada enfermo como si estuviera ante el mismo Jesús. Con sus mejores colaboradores fundó la Orden de los Ministros de los Enfermos (Religiosos Camilos) el 8 de diciembre de 1591.
Murió en Roma, el 14 de julio de 1614, a la edad de 64 años. Fue beatificado en 1742 en Roma por Benedicto XIV, y canonizado el 29 de junio de 1746 en Roma por Benedicto XIV. La iglesia celebra su memoria el 14 de julio.
En 1886, León XIII declaró a San Camilo, juntamente con San Juan de Dios, protectores de todos los enfermos y hospitales del mundo católico; patrono universal de los enfermos, de los hospitales y del personal hospitalario.
Un pueblo pintoresco, encaramado en lo alto de la colina y flanqueado de viejos y airosos torreones, mirando al mar Adriático. Allí vivía desde su juventud Camila Compellis, se acercaba ya a los sesenta años y se retraía de todo bullicio y algazara. Habían pasado muchos años desde que un primer fruto de su amor y de su deseo de fecundidad la alegró indeciblemente, pero a los pocos meses aquel regalo de vida se le fue de este mundo y la dejó sumida en el silencio y el dolor. Pasaron sus años en la soledad, el marido estaba casi siempre lejos, entre mil peligros y aventuras guerreras, caballero que se batía al servicio del Príncipe más noble y glorioso de la tierra, el Emperador Carlos V. Camila se dedicaba a la oración y a las limosnas con los pobres y vagabundos, que en aquel tiempo abundaban no poco; de esta manera colmaba por otro camino sus ansias de fecundidad’ de propagar la vida entre los hombres. Pero llegó un día en que con sorpresa comenzó a sospechar de nuevo que sus entrañas podían germinar un nuevo hijo. Alegría… desconfianza… temor dada su edad tan avanzada. Predominaba la incredulidad.
No, no sería posible tanta dicha. Pero… sí, fue posible, la esperanza se fue fortaleciendo y la nueva vida se fue desarrollando.
Madonna Camila comenzaba una vida nueva, con su misterio y su maravilla como toda vida. La madre soñaba con el futuro hijo, se alegraba y temía por él. De sus sueños relató muchas veces el siguiente: había visto como un escuadrón de niños, todos con una cruz en el pecho, guiados por uno más alto que llevaba una bandera con la misma insignia. ¿No será por casualidad mi hijo un jefe de ladrones o bandoleros? - comentaba temerosa - ¿no podría aquella cruz indicar la cruz de los ajusticiados? Su instinto materno vigilaba y temía por la seguridad del hijo, por todo posible mal augurio que ella borraría por cuantos caminos tuviera a su alcance.
Llegó el día, temido y anhelado, del nacimiento: resultó una fiesta completa a todos los niveles. Cierto que la madre y el padre - presente esta vez en el hogar- vivieron con toda intensidad aquella hora suprema de temor y dolor; pero pronto, con el hijo, llegó la fiesta, la alegría, la maravilla y las mil felicitaciones, tanto más que el pueblo entero estaba de fiesta. Celebraba su fiesta patronal de cada año, San Urbano, Papa, -era el día 25 de mayo- y Camila no faltó a Misa a pesar de su estado y de su deseo habitual de pasar inadvertida. Allí, en la Misa comenzaron los dolores del parto; se retiró acompañada de las matronas y amigas. El padre mientras tanto, en uniforme de gran gala, disponía y mandaba en la plaza principal los soldados a sus órdenes para el desfile de fiesta, vistoso y triunfal. Allí le alcanzó la noticia: el hijo había nacido felizmente. Apenas pudo verse libre, corrió al encuentro de su esposa e hijo. La fiesta crecía en su interior, y como hombre dado a la acción, nada más entrar en casa, saltaba de alegría como un niño.
¿No te avergüenzas de saltar de ese modo, nosotros que hemos .tenido un hijo siendo ya tan viejos? -le reprendía dulcemente Camila -.
Y Juan, más valiente y orgulloso que nunca en su vida, le respondió: ¿Cómo no quieres que me alegre, si tenemos un hijo tan grande que en seguida lo podemos mandar a la escuela…?
...de la madre
Camilo de Lellis y su madre. Ilustración realizada por Javier Prat.
Camilo creció con el aliento, el calor, la leche, la voz y la mirada de su madre; el molde que iba dando forma a su vida era Camila. Para ella la vida ahora consistía en dar vida y crecimiento al hijo bajo su entera protección y responsabilidad -el padre estaba lejos -. Quería ir gastando su vida día a día, para que la vida del hijo se fuera desarrollando limpia y vigorosa, «que él crezca y yo mengüe» (Juan 3,30). No le entregaba solamente lo que llamamos la herencia natural y genética, sino que el necesario ambiente vital en que Camilo creció hasta sus trece años, fue Camila. La madre plasmó al hijo: su carácter y sensibilidad, su actitud de acogida y entrega a todos, sobre todo a los pobres, su amor al silencio y a la interioridad, su oración constante, su búsqueda continua de lo grande, lo absoluto, lo que está más allá de lo sensible, su amor a lo eterno, lo firme, lo bello, lo bueno.... es decir Dios; todo esto Camila lo dejó muy adentro del alma de Camilo. Camila formó su cuerpo y formó su alma según su propio ser, como imagen de sí misma, mientras veló al tierno hijo de sus canas y «lo protegió bajo sus alas». Esto se verá luego en la parte principal de esta narración. La siembra silenciosa de la madre brotará un día con un vigor maravilloso y fecundo.
Sin embargo Camila murió a los trece años de la vida del hijo con una espina en el corazón. En los últimos años Camilo mostraba un carácter inquieto, díscolo y fuerte; eludía la tutela materna y sobresalía en las fechorías de la muchachada del lugar, sobre todo en el juego de naipes y dados. La madre se inquietaba, oraba con mayor intensidad, sufría y exhortaba con lágrimas al niño.
Camilo, hijo mío, ven aquí, -lo sentaba a sus pies y tomaba entre sus manos la cabeza; éste la miraba un momento con los ojos bien abiertos, pero enseguida movía la cabeza pensando en sus juegos y amigos-, mírame bien, Camilo, y escucha lo que te voy a decir, mira lo que me haces sufrir... te voy a decir un secreto que nunca te he dicho, - el niño atendía otra vez - . Antes que tú nacieses, yo te vi en sueños... tú ibas delante de un escuadrón de niños, y ¿sabes qué llevabais todos en el pecho? Pues una cruz, y tú además llevabas otra cruz en un estandarte que levantabas al frente de todos... - Camilo atendía como absorto-. Y ¿sabes qué puede significar este sueño de tu madre antes de traerte al mundo...? -la voz de la madre se quebraba, y seguía entre lágrimas y sollozos- temo que sea un mal augurio... temo por ti, hijo mío, esa cruz puede ser... la cruz que llevan... los condenados por la justicia... cuando van al patíbulo... Camilo, si sigues así y no haces caso a las palabras de tu madre, el sueño será verdad, mira que a veces los sueños se cumplen... si sigues así, lo vas a cumplir... hijo mío, eso sería mi muerte... y la ruina de toda tu casa...
Pasados dos o tres días, Camilo era el mismo de antes, apenas recordaba las palabras y la mirada dulce y penetrante de la madre, que bajó a la tumba rogando por él y ofrendando a Dios su vida para que su hijo no se perdiera. Un hijo de tantas lágrimas, limosnas y oraciones... ¿podrá perderse, Señor...?
La muerte de la madre se grabó profundamente en el alma del muchacho. Lloró desconsolado al verse sin ella, - nunca lo había imaginado -, en su ser más íntimo se sintió perdido, solo, huérfano. Le dolió de veras no haber atendido a sus palabras...
...del padre
Camilo, huérfano de madre, buscó apoyo instintivamente en el padre. Desaparecida la amorosa vigilancia de la madre, Camilo queda totalmente a merced de la influencia paterna en su primera adolescencia, tiempo de bruscas e inseguras transformaciones. Para entender la mentalidad tanto del padre como del hijo - hasta sus veinticinco años- creo, lector, que nos puede servir de mucho un célebre discurso llamado de las armas y las letras, pronunciado por e! ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha, que en aquella ocasión habló como cuerdo y no como loco, reflejando muy bien la escala de valores de los caballeros de su tiempo, entre los que hemos de incluir a Juan de Lellis, padre de Camilo. Veamos:
" ... hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, y entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno de grande alabanza; pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden... porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios, y finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra y e! tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas. y es razón averiguada que aquello que más cuesta se estima y debe estimar en más. Alcanzar alguno o ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, vahídos de cabeza, indigestiones de estómago y otras cosas a estas adherentes que, en parte, ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que al estudiante, en tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque a cada paso está a pique de perder la vida..."
Como ves, lector, la cuestión que el ilustre hidalgo trata y resuelve es entre las armas y las letras. Fuera de ahí, es decir los restantes trabajos y ocupaciones, eran llamados en general trabajos serviles, propios de siervos, indignos e inaceptables para un caballero.
El primer intento de! padre para orientar la vida de Camilo fue el camino de las letras. Frecuentó la escuela de un preceptor durante algunos años; los resultados fueron muy escasos. Mientras otros compañeros y su mismo primo Onofre hacían grandes progresos, Camilo apenas dio los primeros pasos; el ejemplo y la vocación del padre nada le ayudaban por este camino. Padre e hijo entendieron que no había nacido para las letras.
Según e! célebre discurso antes citado, quedaba la otra opción, las armas, y este era el camino que en realidad ambos deseaban y veían luminoso y radiante. Esta era la herencia de! padre, la sed de gloria y aventura, el ansia de vivir corriendo el mundo, combatiendo al servicio de una noble causa; la sangre y la juventud lo arrastran. Camilo está seguro de que este es su camino, que lo librará de la vaciedad e inutilidad en que vive, que ya lo desazona, y le dará un ideal grande y hermoso, capaz de colmar toda su ilusión y toda su vida. Será todo un hombre que dará nuevo brillo a su ilustre apellido. Apoyado por su padre y sus viejos compañeros de armas, Camilo llegará muy lejos. Una gran carrera, noble y gloriosa, se abre ante él.
Padre e hijo - este con 18 años - y otros dos primos parten a la guerra contra el Turco en busca de gloria y aventuras. También es cierto que iban en busca de dinero, porque los blasones de su ilustre apellido estaban sin doblones, rozando la miseria. Así es la vida.
Llegados a Ancona, camino de Venecia, las dificultades se amontonan frente a sus radiantes proyectos. El padre, ya viejo, enferma de cuidado; no ha podido soportar el largo viaje a pie y mal alimentados. La fiebre lo consume, pero su lucidez mental le permite apreciar la situación: ante la realidad rinde sus ideales, ya no podrá enrolarse. Le sirve de consuelo el haber indicado a Camilo el camino de las armas, haberle transmitido el fuego de su ideal de vida, pero muchas cosas lo oprimen: está solo, viejo, pobre y enfermo, lejos de su casa... su único apoyo, Camilo, que no se aparta de su lado, también tiene fiebre y hambre. Los días de gloria, los grados y triunfos logrados, se han quedado atrás... lejos en el tiempo, de nada le sirven cuando más los necesitaría. ¿Los amigos...? ¿dónde están los fieles camaradas de los días de triunfo? Su pensamiento va ante todo a Camilo: su vida se apaga, se va a morir y lo deja solo en la vida, inexperto, enfermo y sin un doblón... sí, esto lo apesadumbra, haber malgastado su hacienda y dejar al hijo en el abandono...
Pero, ¿no habrá algún rayo de esperanza? Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, emprenden el camino de vuelta a casa; el ansia de verse acogidos en el viejo hogar, entre aquellos queridos muros, les presta ánimos. Tras una jornada de fatigoso camino, brilla otra pequeña esperanza: en S. Elpidio a mare, un antiguo camarada de armas les brindará refugio y ayuda. Sí, llegan y son bien acogidos, pero el viejo guerrero rinde sus últimas fuerzas. Ya no podrá levantarse del lecho, y a los pocos días entrega su espíritu al Creador, abatido pero iluminado y confortado por la fe cristiana y los Sacramentos de la Iglesia. Camilo oyó en silencio sus últimas palabras:
"Camilo... perdóname por la herencia que te dejo... sólo la espada y el puñal... por la que malgasté y perdí... perdóname por no haber escuchado a tu santa madre... reza por mí, Camilo ... vuelve a la tumba de tu madre y cuéntale...
Camilo, a los 18 años, era mucho lo que tenía que vivir y soportar. Ante la tumba del padre, volvió a concentrarse en sí mismo, a pensar y recordar. Había vivido intensamente los últimos meses, había visto su vida clara y decidida, las sombras y dudas se habían alejado, y había creído que su camino en la vida, su vocación, noble y hermosa, iba a realizarse... Pero ahora, todo aquel vistoso edificio se había derrumbado, tenía la inevitable sensación de que el trágico final de la carrera de su padre había terminado con todo, y que en la tumba del padre quedaba sepultada su vocación de soldado. Las últimas palabras del padre le indicaban el camino de la casa de Buchiánico, que era para él la casa de la madre, Camila. Aquella casa estaba llena de su recuerdo y conocía muy poco al padre, allí estaba también la tumba de la madre.
Camilo se ve solo en el mundo, solo y enfermo, sin guía, sin rumbo en la vida. Tendrá que orientarse por sí mismo y hacerse dueño de su destino. Este descubrimiento le pesa enormemente, nunca lo había pensado. Mitad por inercia, mitad por las palabras del padre, Camilo dirige sus pasos hacia la vieja casona de sus padres y mayores. Trata de comprenderse un poco y aclarar sus ideas, pero le cuesta mucho. Ahora predomina en él la herencia materna, los recuerdos y las palabras de Camila que lleva aún en la memoria, llenas de dulzura y amor, de reproche mezclado de ternura y suavidad; piensa en sus lágrimas, sus limosnas y oraciones por él mismo, Camilo. Cree que tantas oraciones y lágrimas, tanta bondad no puede perderse delante de Dios, tienen que dar su fruto y se siente interiormente confortado por la protección misteriosa e invisible de su madre. Sigue el camino con su fiebre no curada del todo; por eso su caminar es lento y sus descansos, sentado al borde del camino, frecuentes. Camilo va pensativo, trata de entender la vida, observa a los que pasan: hombres de toda edad y condición, viejos... hombres maduros... niños, jóvenes con semblante alegre... otros con ceño duro, crispado... caballeros arrogantes que ni lo miran... luego dos frailes de porte y vestido sencillo, rostro afable y sereno. Estos atraen la vista de Camilo, que los sigue un buen rato. Siente que es una estampa muy próxima a la imagen de su madre, a los deseos y aspiraciones que ella vivió; en este momento querría seguir fielmente las palabras de la madre que de muchacho no atendió y le parece que lo que su madre le diría que hiciese en la vida es que siga la vida de estos frailes, tan parecida a la vida de la misma Camila. Camilo se sorprende a sí mismo en estos pensamientos, pero no sólo no los evita, sino que se siente atraído cada vez con más fuerza por ellos hasta que... sí, Dios mío - dice - te prometo por la memoria de mi santa madre que me haré fraile de San Francisco, eso es lo que ella querría para mí, ese será mi mejor camino en la vida. Mi tío materno también lo es, él me ayudará y me aconsejará...
Camilo ha hecho un voto, no ha sido una fantasía que ha cruzado su mente, sino que lo ha hecho con toda su voluntad. Está resuelto a cumplido y cuanto antes. Se siente otro hombre, aliviado de su peso anterior, despejado y con un rumbo que cree firme y luminoso. Mejorado de la fiebre aunque cojeando ligeramente, camina resuelto y decidido hacia L’Aquila, donde está su tío Fray Pablo de Loreto. Camilo se desahoga con el hermano de su madre, ¡cómo se le parece...! es su retrato en el cuerpo y su igual en el espíritu...
Disfrutó de la hospitalidad, amable y generosa, del hermano de su madre y de los hijos de San Francisco. Se restableció pronto. Gustó del diálogo frecuente con su tío. Conforme se sentía mejor, el camino de las armas, la herencia del padre volvía a tirar con fuerza de él. Afortunadamente el tío, que lo vigilaba con atención, le dijo que estuviese tranquilo, que su voto no le obligaba ya que aquella vida no era para él. Era lo que más deseaba, se despidió agradecido y partió...
La sed de gloria y aventura se despertó de nuevo y Camilo las buscó con toda su alma, con todas sus fuerzas conscientes y ocultas; la ocasión llegó pronto. Acudió a Roma para curarse y fue atendido en el hospital de Santiago de los Incurables, luego trabaja de enfermero auxiliar. Allí comienzan a llamado cabezota, cabeza dura, porque es incorregible en la pasión de los naipes y dados, juega lo poco que tiene, lo pierde todo, pero no ceja... busca insaciable la fortuna... la gloria... Pronto es despedido por incorregible en el juego, inepto para enfermero.
Se enrola al servicio de Venecia y luego de España. Su vocación se cumple finalmente: recorre mares y tierras... asedios... batallas, pendencias con los compañeros de armas, un duelo a muerte - del que sólo puede apartarlo la pena dictada por su jefe de muerte también para el vencedor-, tormentas en el mar con peligro inminente de vida que lo impresionan tremendamente... la peste, compañera constante de aquellos ejércitos, lo pone en una ocasión al borde mismo de la sepultura... No importa, todo lo olvida y sigue adelante.
Así es su vida durante cuatro años enteros. Busca las pasiones fuertes, quiere vivirlo todo y más, busca siempre y en todas partes la fortuna plena y radiante, la grandeza, la inmortalidad... y en esta búsqueda se lo juega todo, la vida en los mil peligros, y luego en las invernadas, cuando cesan las batallas y el ocio es habitual se juega a los dados la soldada, todo lo ganado. Pierde siempre, pero no ceja, juega de nuevo. En la cuarta invernada, cuando ya lo ha perdido todo, antes que darse por vencido, se juega lo que un soldado no puede perder: la espada, el arcabuz, la pólvora y e! manto militar. Pierde, lo echa todo cabizbajo sobre la mesa, y sale... vencido, inseguro, sombrío. Nápoles, otoño de 1574.
En compañía de un camarada, Tiberio de Siena, que lo mantiene con e! producto de la venta de su manto militar - ya que están licenciados - , parte de nuevo en busca de la guerra y la fortuna... En Manfredonia, puesto en la disyuntiva de mendigar o robar para sustentarse, opta por mendigar a la puerta de una iglesia. Decisión limpia y noble, tremendamente humillante y costosa para él. Allí mismo le ofrecen un trabajo para vivir: peón de albañil. Desconcertado por la propuesta, pide tiempo para consultar y responder. El camarada de armas le repite los ecos del discurso de! caballero D. Quijote sobre las armas: todo menos renunciar a las armas, y un soldado con vocación es un caballero que no puede aceptar trabajos serviles y humillantes. Camilo declina el trabajo, pero lo acepta al día siguiente rompiendo con Tiberio y sus consejos. Le costaba mucho, pero... era un expediente momentáneo para poder vivir. Con la primavera volvería a las armas. El trabajo consistió en arrear todo el día a dos borricos cargados con materiales de construcción. Era terriblemente humillante para él; tuvo que soportar las burlas de los chiquillos que se reían de su tahelí sin la espada y de sus humildes borricos. Varias veces estuvo a punto de escaparse, y sólo los buenos frailes para quienes trabajaba, que lo seguían solícitos de su bien, lograron calmarlo subiéndole el sueldo.
Era tiempo de invierno y Camilo iba casi desnudo. Los frailes le ofrecieron delicadamente paño del que ellos usaban para que se abrigase. En un primer momento lo rechazó alarmado, como si quisieran robarle su libertad. Pasaron unas semanas y Camilo lo aceptó; por e! frío que arreciaba y... por algo más.
Camilo estaba en crisis o iba entrando en ella: crisis de vocación y de vida, de valores fundamentales sobre los que optar para orientar toda la vida. Una vez que fue aceptando e! continuar con sus borricos carreteros, Camilo volvió a reflexionar con calma sobre la vida, a recordar a su madre... como lo había hecho cuando hizo voto de hacerse fraile de S. Francisco. A pesar de que su tío le había dicho que aquel voto no le obligaba, curiosamente había repetido el voto en un peligro de muerte en el mar, y ahora se creía obligado a cumplirlo. Durante la vida de aventuras el voto desaparecía; pero ahora, cuando e! ambiente lo ayudaba a ver las cosas con calma, a recordar la figura luminosa de su madre y valorar de nuevo sus palabras... el voto revivía, se hacía fuerte. No era sólo el escrúpulo de cumplir un voto lamentándolo haberlo formulado, porque en el fondo de su corazón no deseaba aquel género de vida. No, era otra cosa más profunda, Camilo estaba buscando con ansia una nueva orientación. Era impetuoso, cuando tomaba un camino lo seguía hasta el final, cuando buscaba una cosa la buscaba de verdad. Con los dados había sido un cabezota, un empedernido, en las aventuras militares un quijote idealista y extremoso en busca de gloria y ventura. Aunque se considera todavía ligado a su vocación militar, Camilo se encuentra desazonado. Quiere ser todo un caballero, un quijote... para desfacer muchos entuertos e imponer la justicia en el mundo, proteger a los débiles y oprimidos... pero, han pasado cuatro largos años y la gloria y la fortuna, cuanto más las ha buscado, tanto más huyen de él. Viendo los frailes de San Francisco, Camilo se interroga a sí mismo: ¿no serán éstos también unos buenos caballeros...? enderezan entuertos, protegen a muchos desvalidos... cumplen lealmente el juramento de fidelidad hecho a un gran Señor, Dueño inmortal de cielos y tierra... tal vez sean mejores caballeros que yo lo he sido durante estos cuatro años.
Camilo reflexiona, busca, luego comienza a rezar pidiendo a Dios que le haga ver el camino mejor para él, porque -eso siempre- Camilo quiere ver claro y seguir el mejor camino. Puesto a buscar buscará de verdad y sin pausa; ahora escucha a los frailes, quiere conocer bien su vida, en los ideales y en la realidad; y casi sin darse cuenta halla que le va gustando rezar con los frailes, no sólo para pedir luz, para sí, sino porque empieza a ver cosas nuevas... la oración le ayuda en su búsqueda...
Camilo se pregunta si el dinero que ha buscado con frenesí y la gloria que siempre ha amado y tan esquiva se le ha mostrado, valen tanto como hasta ahora había creído. Los frailes le están diciendo que no, que es una locura. Repasa en su mente el recuerdo de la trágica muerte de su padre, sin gloria ni dinero... Camilo cree comprender: hay varias maneras de ser un caballero, un quijote... de ponerlo todo al servicio de una causa grande y hermosa. Ser caballero a lo divino, al servicio de la causa de Dios, poner toda su voluntad al servicio de una belleza soberana, rendir vasallaje a un Señor que lo merece de verdad y no defrauda nunca... Este nuevo ideal deja a Camilo perplejo e indeciso en un primer tiempo, pero luego le parece superior al ideal que lo llevó a la guerra. Quiere conocer mejor a este «nuevo» y gran Señor... para servirle, por supuesto. Los frailes le han dicho: «Dios lo es todo, lo demás es nada». Esta frase no se aparta de su mente, y cuanto más la repite más lo atrae... La celeridad, el dinero, las pasiones juveniles ya no lo atraen como antes, hasta le parecen un engaño...
En nuestros días hemos visto brotar pujante y desinflarse luego el movimiento hippy: «No queremos gastar la vida en pos del dinero y la celebridad, es una alienación que rechazamos». Y protestaron masivamente contra nuestra sociedad materialista y consumista, vacía de valores. Camilo es un hippy en su tiempo, hippy de verdad, porque no sólo rechaza los falsos valores, sino que enseguida busca los nuevos y los busca... hasta el fondo. Siempre el mismo cabezota, un cabezadura.
El día 2 de febrero de 1575 fue un día que Camilo recordará siempre, porque aquel día finalmente «cayó del burro». Sí, viajaba sobre un burro cargado y cansino; solo... con sus pensamientos... De repente su interior revienta como un volcán, no puede más. Salta del burro al suelo y se postra rostro en tierra invocando entre sollozos a su nuevo Señor: Perdóname, Señor... infeliz de mí, que por tanto tiempo no te he conocido ni te he amado como mereces... Dame tiempo, Señor, para hacer penitencia y llorar mis descarríos... No más mundo... le vuelvo la espalda y serviré a mi Señor...
Fue el día del encuentro. Allí en las laderas del monte Gargano Alguien lo esperaba. Camilo lo había buscado sincera y afanosamente y allí lo ha encontrado. Se desahoga orando largo rato en voz alta. Ante su Señor, con humildad y con firmeza de roca traza una frontera decisiva entre su pasado y lo que, postrado, implora sea su futuro. Con la gracia de Dios será otro hombre. Ve entreabrirse ante sí un camino nuevo, luminoso y sereno. «Si hubiera encontrado por el camino un hábito capuchino, me lo hubiera puesto allí mismo sin pedir permiso a nadie», aseguraba más tarde Camilo recordando aquel día. Quería volar hacia el convento, más que seguir los pasos - quedos y monótonos- del jumento.
Apenas llega pide el hábito de San Francisco y se lanza resuelto a la aventura de descubrir un camino nuevo en su vida, siguiendo sus pasos. Conforme va conociendo al nuevo guía, se siente feliz de seguir su camino. Se da cuenta con sorpresa de que su vida -la de Camilo- es muy parecida a la de Francisco en su juventud: también él fue soldado y luego rompió con su vida anterior clara y públicamente, contra viento y marea. Como Francisco, ahora Camilo que corrió afanosamente tras el dinero, prefiere y busca la pobreza rigurosa; si antes buscó gloria y poder entre los hombres, ahora busca humildad -los frailes lo apodan Fray Humilde- y servicio sencillo a los demás. Francisco fue el gran jipy de su tiempo, plantó cara resueltamente a los falsos valores de la sociedad y luego, con alegría y constancia, buscó nuevos valores, los del Evangelio… en los que cimentar su vida; y el que renunció a toda gloria y grandeza de este mundo, vio con sorpresa que eran muchos los que le seguían, un movimiento extenso y profundo que influyó poderosamente en sus contemporáneos y en los siglos siguientes. Camilo se siente arrastrado por la misma corriente que suscitó Francisco de Asís. Va viendo que este camino es costoso para él que hasta ahora ha pisado caminos muy distintos, pero también descubre que es maravilloso, lo atrae cada día más y le da alas para ir dominando la arrogancia y las pasiones juveniles que antes lo dominaron completamente. Quiere correr la nueva aventura hasta el fondo, porque cada vez ve más claramente que «Dios lo es todo, lo demás es nada». Busca lo grande, lo inmenso, lo absoluto, lo bello… más allá de lo pequeño y caduco de este mundo, busca al Señor del mundo y de su corazón.
Camilo cree que este es su camino, se siente tan centrado y tan firme que le parece que nada podrá apartado de él; ni Dios, que lo ha llamado, ni mucho menos los hombres.
Pero a los pocos meses una curiosa llaga en el empeine del pie - que ya venía de atrás - es causa de que los buenos frailes lo despidan: así no puede seguir la vida franciscana, tiene que ir a curarse...
Esta decisión fue amarga para él, aunque fuese sólo una dilación; pues apenas curado los frailes lo admitirán encantados. Un poco desorientado llega a Roma - otoño de 1575 - como devoto peregrino, ora asiduamente en las principales iglesias para satisfacer su piedad y para orientar su vida. Pide el ingreso en el hospital de Santiago como enfermo y enfermero al mismo tiempo. Aquí estuvo cuatro años antes y fue despedido como inepto para enfermero. Ahora es otro hombre, humilde y servicial con todos. Les costó unas semanas a los que lo recordaban convencerse de que ahora valía para enfermero; pero fueron abriendo los ojos, de maravilla en maravilla... hasta que lo tuvieron que admitir. Y ¡qué enfermero...! un modelo... respetuoso... fiel y algo más: sensible y entregado al enfermo, por sucio y miserable que fuera.
Camilo está fascinado por el ideal de vida franciscana, que encuentra auténtica, pura y apasionante. Su corazón está en el convento, allí está su tesoro, no lo duda; por el voto que hizo y ahora estaba cumpliendo y porque allí ha encontrado a su Dios como centro de su vida, y en Él la vida que buscaba. Pasa cuatro años en el hospital, se gana por su conducta la estima y confianza de todos, ayuda cuanto puede, hace mucho bien a los pobres y enfermos y podría comenzar aquí una próspera carrera. Pero no, está firme en su ideal de seguir a Cristo en la pobreza, en la fidelidad y amor a su Señor como San Francisco. Allí se cree llamado y allí vivirá feliz. Cuando su llaga lleva ya siete meses cerrada, creyó estar bien curado y voló a su convento, desoyendo incluso a su confesor San Felipe Neri, que le decía que no volviese. Siempre el mismo cabezadura.
Pasó cuatro meses felices de capuchino. Luego otra vez, la dichosa llaga se abre y a los pocos días es despedido, y esta vez definitivamente. Camilo no puede entender, él estaba seguro de que este era su camino, se ve desorientado... busca y ora a su Señor... «Tal vez -piensa- es justo, Señor, que no pueda servirte en paz... he perdido tanto tiempo lejos de Ti, que no merezco un lugar estable para borrar mis pecados... iré por el mundo buscando tu misericordia... por todo el tiempo que perdí en pos de las vanidades...»
Todavía intentará por dos veces ser admitido en la familia franciscana, pero la respuesta es negativa, porque la llaga muestra ser incurable. Vuelve a su hospital de Santiago de Roma y se engolfa cada día más en el servicio a los enfermos. Prefiere a los más pobres y abandonados, a los que nadie atiende. Va descubriendo que sus necesidades son muchas y lo impresiona cada vez más e! misterio del hombre sumido en la miseria, e! dolor y la soledad. Lo designan jefe de administración y del personal de! hospital conjuntamente, de modo que todos, incluso los médicos, dependen de él - Director Gerente por tanto - . Camilo acepta porque está dispuesto a cuanto le pidan para bien de! hospital y de los enfermos. Se multiplica para atender a todo, vigila a unos y otros, se adelanta con el ejemplo para que los enfermos estén mejor cuidados y servidos. Ora y medita delante de su Señor crucificado... Señor, ¿qué quieres que haga? ¿para qué quiero mi vida? ¿para qué quieres Tú, Señor, mi vida?
Un día oye la predicación sobre el texto evangélico de Mat. 25: «Yo estaba enfermo y me visitasteis... lo que hicisteis a uno de mis hermanos más humildes, a mí lo hicisteis.» Estas palabras hacen diana en su cabeza y sobre todo en su corazón. Las recoge, las rumia repetidas veces en su oración y va viendo la luz en e! misterio del hombre enfermo, postrado, solo y desvalido. Siente ante él un profundo respeto, como si una escondida grandeza estuviese presente en él. La Palabra de Dios le ayuda y le guía a este descubrimiento: en e! enfermo se esconde Cristo crucificado, Cristo es la grandeza escondida... Cada vez lo ve más claro... servir al enfermo es servir al mismo Cristo. Por tanto la fidelidad caballeresca y el servicio a su Señor que quería cumplir en el convento, lo puede cumplir aquí perfectamente, aquí donde su Señor tanto lo necesita... Este descubrimiento lo maravilla, le da alas y el hospital se va transformando en la casa de su Señor. Aquí el enfermo es el Señor, todo pertenece al enfermo, todo para servirle. Ha comprendido finalmente cuál es su nuevo camino: «ya que Dios no lo ha querido capuchino, lo quiere aquí entregado al servicio de sus pobres enfermos.»
Esta conclusión le da sosiego y claridad interior y libera en él un torrente de energías y de voluntad que empleará en este nuevo servicio a su Señor. El cabezadura ha tomado otro camino y lo seguirá con todas sus fuerzas. Esta vez la fe le ha descubierto nuevos derroteros antes insospechados, y se lanza animoso a la nueva aventura, confiado en su Señor. Camilo ha dado ya muchos tumbos en la vida, se ha hecho humilde y desconfía de sus propias fuerzas e inclinaciones. Ahora lo confía todo en la fuerza del Señor: el que le ha enseñado un nuevo camino, lo guiará por él...
Como Director Gerente del hospital, Camilo se lo toma muy en serio y desarrolla su propio estilo. Un día un proveedor trajo abusivamente al hospital grano en mal estado. Camilo lo rechazó porque no era bueno para los enfermos. Recurre aquél al camarlengo del hospital, superior a Camilo, que lo trató de mala manera y lo llamó cabezadura, obstinado. Aguantó el chaparrón y le contestó que su conciencia no le permitía aceptar aquel grano para los enfermos, y no lo aceptó.
Camilo no es un diplomático ni entiende de teorías. Es un intuitivo que va derechamente al enfermo, un corazón sensible y abierto que quiere comprenderlo y servirlo, un hombre de hechos mucho más que de palabras. Como hombre de acción él mismo los recibe a la puerta del hospital cuando llegan desfallecidos, sucios y harapientos; los cambia de ropa, los anima con palabras cariñosas, los abraza y acaricia con toda naturalidad, porque para él allí llega el Señor, el verdadero dueño del hospital, al que todos han de servir con diligencia. Introduce una novedad: la costumbre de lavar los pies a los enfermos antes de meterlos en la cama.
Como jefe de personal Camilo se encontró frente a muchas deficiencias: aquellos enfermeros eran frecuentemente malos, sin vocación ni preparación, insensibles muchas veces y crueles. Su impulso natural le llevaría a ser duro y exigente con ellos para hacerlos cumplir, ya que se trataba de la dignidad y derechos -tan postergados e ignorados- del enfermo, del Señor del hospital. Con todo Camilo recuerda su propio comportamiento en este mismo hospital cuando lo aguantaron bastantes meses antes de despedirlo por inepto para enfermero; y este recuerdo le ayuda a ser respetuoso, paciente y comprensivo con todos.
Como no tiene complejos y se siente interiormente libre, echa mano sin miedo de todos los medios que puedan mejorar el servicio a los pobres enfermos. Cumple su deber de vigilar, corregir y animar a todos los enfermeros. Tuvo que despedir a uno. Los reúne y les enseña con calma cómo deben atender a los pacientes en todas sus necesidades, cómo tratarlos y respetarlos... les quiere transmitir sus propias vivencias de fe, lo que él ha aprendido de la Palabra de Dios y en la oración silenciosa y prolongada. Su slogan y tema preferido es este: «Mirad que los enfermos son la pupila y el corazón de Dios, tengamos presente que lo que hacemos a estos pobrecitos, lo hacemos al mismo Dios...» Sus palabras son vivas y llenas de fuerza, pero sus ejemplos van más allá y atraen suave y eficazmente.
Las cosas van mejorando en el hospital; todos lo ven. La Junta de Gobierno está satisfecha y se congratula de tener a Camilo de Gerente. El hospital aumenta su prestigio al exterior y no pocos gentiles hombres, atraídos por el ejemplo de Camilo, vienen a prestar voluntariamente diversos servicios a los enfermos. Mucho bien está haciendo Camilo; de guiarse por lo que se dice y se comenta, debería sentirse halagado y satisfecho. Pero no, el único que no está satisfecho es él. Ve las cosas en otra clave y no puede descansar hasta ver a sus enfermos - sus dueños y señores como él los llama - servidos y atendidos como corresponde a su dignidad, la que le descubre la luz de la fe.
Pasa largas horas de la noche velando a la cabecera de los enfermos graves y orando ante su Señor crucificado. Hace evaluación, ante Dios y ante su conciencia, de la marcha del hospital en los últimos años: lleva casi tres años de Director-Gerente, se ha hecho algo... bastante por mejorar el hospital, pero le parece poco, muy poco para lo que él querría. No encuentra, ya no se le ocurren medios para mejorar más aún el servicio, ha echado mano de todo. Sin embargo está seguro de que Dios quiere otros caminos; la dignidad de sus dueños y señores exige imperiosamente otra cosa, otro servicio; le parece que las cosas de Dios no pueden quedarse a medias. Camilo ora, medita y se interroga: ¿cuáles serán los nuevos caminos del Señor?
La respuesta se le ocurrió en una de sus velas nocturnas a los enfermos, el día 14 de agosto de 1582 - recordó siempre esta fecha -. Hace falta otro tipo de gente - se dijo - otros enfermeros, «hombres piadosos y generosos, que no quieran saber nada de salarios o compensaciones de ningún tipo, sino guiados y movidos únicamente por el amor a Dios, y a estos pobres... que los cuiden con el amor que tiene una madre para con su hijo único enfermo...»
Sí... esta sería la solución. Y ¿cómo hacerlo? ¿Cómo organizar una compañía de enfermeros así? ¿Son sueños? Camilo se permite soñar... acaricia esta idea, que para él es luminosa. Pero, ya que se trata de servir a su Señor, de cumplir su voluntad soberana, a Él no le faltarán ciertamente medios para hacerla posible. Camilo se lanza, pues, a esta nueva aventura en el servicio fie1 a su Señor. Él, escondido en el enfermo, se lo merece, Él lo quiere y lo hará posible.
Busca enseguida compañeros que quieran compartir su idea; los encuentra entre sus mejores amigos y colaboradores, dentro del mismo hospital: Francisco Profeta, sacerdote siciliano, recién nombrado capellán del hospital; Bernardino Norcino, Curcio Lodi, Ludovico Altabelli y Benigno Sauri, estos cuatro, seglares que servían en el hospital. Todos ellos aceptan de buen grado el plan, porque conocen a Camilo, conocen bien su corazón y la pureza de sus intenciones, se fían de él. Comienzan a reunirse por la noche, concluido su trabajo habitual, en un pequeño oratorio presidido por un hermoso Crucifijo. Puesto que lo que los mueve es la fe, sus reuniones son siempre de oración y reflexión, de diálogo libre y fraterno... se alegran de compartir un ideal grande, que los atrae poderosamente, dan gracias a Dios por esta inspiración y le piden que sepan cómo realizarlo. En la voz y en la fuerza del ideal que se proponen, reconocer la llamada de Dios y quieren disponerse a responder humilde pero firmemente a esa llamada. La oración del grupo es intensa, confiada y gozosa.
Pasaron... dos años y el grupo de los seis seguía compacto. Firme con sus reuniones, cada vez más firme y unido en sus ideales y llevando a la práctica de uno u otro modo lo que ante Dios reflexionaban y oraban. No molestaban a nadie y mejoraban su servicio al hospital.
Sin embargo... algunos se sintieron ofendidos por no verse incluidos en el grupo; a veces eran mirados con recelo. Las autoridades los veían con desconfianza como posibles perturbadores del buen orden... luego llegaron a propalarse acusaciones serias: era un intento de adueñarse del hospital y gobernarlo a su antojo. Un buen día Camilo recibió en pocas palabras una destemplada reprimenda con la orden tajante de deshacer su oratorio; era un iluso y un cabezadura, que pretendía fundar una compañía de burla... lo que estaban haciendo iba en perjuicio del hospital y de los enfermos. Apenas llegó al oratorio, lo halló ya desmantelado y a su amado Crucifijo por tierra detrás de la puerta. Esto era demasiado. Las ofensas a su pobre persona las debía y quería soportar, pero las ofensas al Señor... eran otra cosa. Pensó en dejar inmediatamente el hospital y acudió a los Hermanos de San Juan de Dios, pidiendo ser admitido entre ellos. Se desahogó con el P. Soriano y le contó su historia y su amargura. El buen Padre lo escuchó con calma y lo confortó, disuadiéndolo de dejar el hospital de Santiago. Regresó con su interior todavía en ebullición... se durmió renovando su entera confianza en su Señor crucificado. Soñó durante la noche que el mismo Señor desde la cruz lo confortaba y animaba, diciéndole: “Adelante, pusilánime, no tengas miedo, yo te ayudaré en esta obra...” Al despertarse se sintió de nuevo confortado; el ideal y la voluntad volvieron a estar en su sitio a pesar de la borrasca. Habló con los compañeros, que al comprobar su firme decisión de seguir adelante, le aseguraron que estaban con él igual que antes.
Camilo, como sus compañeros de aventura, no podía comprender aquella oposición, causa de la tormenta que acababan de soportar. Habían obrado en conciencia, sin molestar a nadie, y sólo por el bien de los enfermos... ¿Cómo era posible que esto produjese una oposición, una borrasca así? Buscaron otro lugar de reunión, donde no pudiesen llegar órdenes de cierre, y continuaron exactamente con el mismo plan que antes. Después de orar y examinarse sinceramente ante Dios, creyeron que debían seguir en el camino emprendido: no se lo habían inventado a capricho, sino que lo iban descubriendo al paso que veían y servían a los enfermos y escuchaban la palabra de Dios. Lo tenían bastante claro, y no se podían convencer de que hiciesen mal. Pedían a Dios humildemente que guiase sus pasos. No era humildad fingida, porque Camilo expuso con sencillez sus planes de fundación a varias personas de virtud y saber y aceptó luego sus consejos. Le dijeron que sería bueno que se hiciera sacerdote para bien de la posible fundación y para poder promover una mejor asistencia espiritual a los enfermos; que dejase el hospital de Santiago, con lo que ganaría en independencia y evitaría dificultades; también le sugirieron que su buscada fundación atendiese particularmente a los apestados, que son los más abandonados de todos.
Un mocetón, alto casi dos metros, barba cerrada, corta y descuidada, con sus lozanos 32 abriles y en hábito clerical, frecuentaba puntualmente el 2º grado de Gramática. Lo rodeaba una alegre bandada de gorriones de corta edad; al principio lo miraron extrañados y cautelosos; luego, al comprobar que no era ningún gavilán, sino más bien lo contrario, se le acercaban confiados y divertidos. Estirando el cuello para hablarle, le dicen: abuelo ... que esa cabeza ya está dura ... ya no te entra el latín ... Camilo no reacciona ... sonríe, también él se siente divertido y a gusto entre los pequeños. Sigue firme en sus planes de hacerse sacerdote y recupera ahora el tiempo que de niño no supo aprovechar.
El día 26 de mayo de 1584, Camilo es ordenado sacerdote; prueba una emoción nueva y profunda, que ni él mismo sabe explicar, porque se relaciona muy de cerca con el misterio insondable del Señor, su Dios. Se ordena en Roma, pero no piensa ni por asomo en hacer carrera en la Iglesia; piensa en otra carrera, sí: quiere progresar en el servicio a los pobres y enfermos, a los más abandonados, y en esta carrera sí que bregará toda su vida hasta dejar el aliento.
El día 10 de junio de 1584 el hospital de Santiago está de fiesta por la primera Misa de Camilo, su Director-Gerente. Todo el hospital participa, felicita a Camilo y le demuestra, cálida y sinceramente, su afecto y gratitud.
La Junta de Gobierno trata de asegurar la permanencia de Camilo en el hospital, en el cargo que tiene; siendo sacerdote, lo podrá desempeñar tanto mejor. Pero el grupo de Camilo tiene otros planes, bien meditados y decididos en su oración conjunta ante el Señor. Camilo presenta pronto su dimisión como Director-Gerente y con tres de sus compañeros quiere retirarse del hospital. Los otros dos del grupo inicial, Altobelli y Benigno, se habían separado ya en buena paz del arriesgado grupo. La reacción de los Superiores del hospital fue esta vez más dura; ya que con Camilo se iban los mejores hombres, pulsaron todos los resortes para impedirlo. Camilo se llevó la tormenta más sonora por ser el jefe de la operación. Un ataque en toda regla y en público, en el patio central del mismo hospital, en que se oyó llamar de muchas maneras - ninguna agradable- y calificar y censurar sus planes con parecidos acentos. Camilo aguantó el chaparrón y cuando pudo hablar, dijo sencillamente que no quería dañar a nadie, sino todo lo contrario, que lo que buscaban era únicamente servir mejor a los enfermos.
Ya que su gesto y sus pocas palabras no daban a entender que cediese en sus planes ni mucho menos, el airado Monseñor llevó a su instancia al confesor de Camilo - y de sus compañeros - San Felipe Neri, oráculo de Roma en aquellos años. El santo confesor, un espíritu normalmente alegre y liberal, esta vez fue también duro y tajante: desaconsejó la fundación, considerando a Camilo y a sus compañeros demasiado ilusos y soñadores: debían seguir en el hospital de Santiago, que tanto los necesitaba... Conociendo bien la firmeza del carácter de Camilo, le dijo que si no le hacía caso, ya no sería su confesor, pena que incluía también a sus compañeros.
Esto era un golpe muy duro para el reducido grupo de los cuatro: la palabra de su confesor tenía mucha fuerza en su vida. Volvieron a sumergirse en la oración humilde y confiada, en la búsqueda de a voluntad de Dios... horas de oración... ayunos... entrega a los enfermos... sufren en silencio por tan cerrada oposición que no logran comprender... Después de horas de oración, Camilo, rendido por el cansancio se queda dormido, y en sueños oye de nuevo la voz y ve el gesto de su Señor crucificado, que lo anima: "Adelante, pusilánime, prosigue, que no es obra tuya, es mía".
Esta borrasca los ha hecho sufrir más, su oración es ahora más humilde y sincera. Pero la decisión del grupo es firme y decisiva: seguirán adelante, no pueden decir no a su conciencia ni a los mismos enfermos. Desaparecen las vacilaciones y se sienten unidos, animados y fortalecidos, saben a Quién quieren servir y se fían de Él por entero.
A partir de ahora comienza en serio la aventura de Camilo y su grupo de soñadores, a partir del momento en que dejan efectivamente el hospital de Santiago. Aquí tenían su vida encauzada: óptima reputación, apoyos, seguridades, su empleo y sueldo, modesto pero más que suficiente para ellos. Camilo había hecho carrera: está al frente de toda la casa; el P. Profeta podría hacerla. Bernardino es ya viejo en años - ronda los sesenta- pero muy joven en el espíritu. Todos ellos, al dejar el hospital, se quedan literalmente en la calle, sin empleo ni sueldo alguno ni medios de vida. Lo saben bien, pero lo aceptan, se fían de veras del Señor.
Acuden inmediatamente a otro hospital más grande, el del Espíritu Santo; aquí no tienen nada más que el derecho de todo cristiano a ejercitar la caridad con los enfermos, y allí acuden cada día, igual que muchos otros, en plan de voluntarios de la caridad, práctica entonces muy extendida y aceptada. Mientras que estos voluntarios en general dedicaban pocas horas del día - o de la semana - a los enfermos, Camilo y los suyos les dedican con ardor todas las suyas, mañana y tarde. En el hospital de Santiago habían sido acusados de querer adueñarse del hospital; la acusación les dolió mucho, y aquí no quieren hacer carrera de ningún tipo: no aceptarán cargo ni mando alguno en el hospital, ni remuneración o ventaja alguna. Serán exactamente igual que los demás voluntarios.
Pronto tendrán que pagar un alquiler de vivienda - y por anticipado- y víveres para poder subsistir. En realidad se van a endeudar enseguida por más que sean amantes de la pobreza a estilo franciscano. No obstante se enfrentan decididos a este futuro’ confiados en que el Señor, a cuyo servicio entregan todas sus energías, no los abandonará. Y los hechos irán respondiendo puntualmente a esta convicción.
A poco de comenzar la aventura, a los quince o veinte días de salir del hospital de Santiago, el ardor con que se prodigaban a los enfermos, unido a una vivienda malsana y a una austeridad en la comida y el descanso de tonos muy subidos, hizo que Camilo y Curcio enfermasen seriamente. Tuvieron que pedir ayuda para poder internarse y Camilo lo fue en el hospital de Santiago y en la misma habitación que había tenido durante muchos años como Director-Gerente. Corrió la noticia, como es natural, entre los muchos que los conocían; y se esperaba que con este nuevo golpe el grupo de idealistas se estrellaría contra la realidad y no podría seguir con sus planes. La reacción del grupo fue otra: para ellos la enfermedad no era una catástrofe, ni los humillaba, era algo normal y en su caso incluso algo positivo para su proyecto. Dios - pensaron - nos ha enviado esta enfermedad para que sepamos bien lo que es la enfermedad y así sepamos después servir y acompañar a los enfermos con mayor caridad y compasión.
Apenas restablecidos, el grupo era el mismo, decidido y mejor preparado que antes a descubrir sus caminos. Agradecidos por las ayudas que habían recibido, se retiraron de nuevo a su pobre vivienda y a trabajar en el hospital del Espíritu Santo. También es cierto que dieron pruebas de que no eran fanáticos ni se aferraban a detalles secundarios o puramente formales; al contrario eran capaces de corregir y enmendar todo lo que viesen conveniente. Ahora pensaron que aquella vivienda era demasiado incómoda y malsana, mientras que deberían guardar todas sus fuerzas para el servicio a los enfermos. Buscaron pues, otra vivienda que, sin dejar de ser austera, protegía mejor su salud.
Ahora la aventura... va adelante. Tienen poco que discutir, no son hombres de teorías ni de estudios. Son hombres intuitivos, contemplativos, de carisma y de oración, si bien todo esto no tiene para ellos valor abstractamente, sino sólo en cuanto los acerca al lecho del enfermo. Aquí es donde han hallado una fuente misteriosa de vida, que los atrae.
Van pasando... semanas y meses, muy rápidamente; ellos viven enfrascados en el campo de la caridad y el tiempo se les hace corto. Pronto son conocidos, sobre todo por la asiduidad y su estilo propio de servicio - decidido, generoso, eficaz - en el hospital del Espíritu Santo; son observados y admirados. Muchos se quedan en la sincera admiración y la pública alabanza; algunos quedan intrigados por su modo de vivir, que los impacta, y piden ser admitidos en el pequeño grupo. Camilo no cierra la puerta a nadie, ni le es preciso. Los recién llegados conviven con ellos unos días o unas semanas, siguiéndolos a los servicios de caridad del hospital... Luego unos se van porque no se atreven con aquel ritmo, y otros se quedan, confiando en que con un poco de esfuerzo podrán seguirlos en su difícil pero hermoso camino.
A los pocos meses - agosto de 1585 - Camilo y los suyos soportan otra dura prueba. Bernardino, todo un joven a los sesenta años, emprendedor e idealista, pieza fundamental de la naciente fundación, rinde su último aliento, porque sus fuerzas corporales se han agotado ya, sirviendo a sus Señores, los enfermos. Esta pérdida los entristece por un lado, pero también los alegra porque creen sencilla y firmemente en la vida eterna en la casa del Padre. Bernardino, un fuera de serie, totalmente entregado a la pequeña y arriesgada fundación, los ha animado e impulsado a proseguir el camino emprendido; su tumba los hace sentirse más unidos y obligados a proseguir la obra, que será también la herencia del bondadoso y “joven” Bernardino.
El grupo de Camilo va creciendo espontáneamente, sin otra propaganda que sus silenciosas obras de caridad. En la Roma de aquel tiempo un grupo de ocho o diez personas que vive y trabaja unido, ya no es indiferente a la autoridad pública, es decir al Papa. Se precisa, pues, una aprobación eclesiástica. Camilo, que nunca ha querido hacer carrera y es muy reacio a las antesalas y reverencias, tendrá que aguantarse y pasar este mal trago; por otra parte es un paso más en el camino emprendido, que confía les ayudará a consolidar y desarrollar la todavía naciente y débil plantita de la fundación. La suerte, es decir la Providencia, le salió al encuentro en el camino. Se encontró casualmente en la calle a un Sr. Cardenal, de los prohombres de la Curia pontificia. Camilo venció su natural retraimiento y se atrevió a hablarle allí mismo, sencilla y llanamente. El Cardenal, Lauro de nombre, lo acogió y lo escuchó bondadosamente unos minutos, en los que Camilo le expuso muy brevemente sus aspiraciones, la vida e intenciones de su grupo, la necesidad de una aprobación pontificia. Allí mismo - a petición del Cardenal - le entregó una copia de las Reglas que había escrito y le dio dos nombres de personas conocidas en Roma, que darían las necesarias y oportunas referencias de él y de la pequeña Compañía.
Mientras el Cardenal Lauro y luego una comisión oficial de la Curia examina atentamente las Reglas presentadas por Camilo, voy a exponer también aquí a los lectores los puntos más salientes y característicos de la fundación, tal como están recogidos en estas primeras Reglas.
El servicio que quieren prestar a los enfermos no lo ven únicamente como una obligación asumida, sino más bien como un don de Dios, un talento precioso que quieren poseer y desarrollar:
"Primeramente pida cada uno al Señor que le dé un afecto materno para con el prójimo, a fin de servirlos con toda caridad en cuanto al alma como al cuerpo, porque deseamos, con la gracia de Dios, servir a todos los enfermos con aquel amor que pone una madre en cuidar a su único hijo enfermo.»(Regla 27).
... «procure animarlos con palabras amables para que coman, acomodándoles la cabeza alta, y otras cosas según que el Espíritu Santo les enseñará.» (Regla 31).
Si alguno, inspirado del Señor, querrá ejercitar esta obra de caridad... podrá privadamente hacer voto, porque queremos en esto dejar actuar a la gracia del Espíritu Santo por sí misma.» (Regla 1).
Apartan decididamente de sí todo interés, toda compensación o ventaja material por cualquier servicio:
"Ya que los cuidados y manejos de cosas temporales son obstáculo al Espíritu y a la caridad... cada uno se guardará de tener manejo de dinero, tener parte en el gobierno y manejar entradas al hospital.»
"Nadie exhorte a ningún enfermo a dejar cosa alguna a nuestra Compañía, y si algún enfermo del hospital dejase cosa alguna, de ningún modo se aceptará, y si alguno hiciese testamento a nuestro favor, se dará todo al hospital donde muera.»
..."en común no podemos tener establemente nada más que la casa en que habitamos... y nuestro sustento será sólo de limosna.»
Renuncian también de entrada a todo posible cargo o mando en el hospital: «Si alguno es encargado de algún servicio particular a los enfermos... obedezca como a Cristo, no sólo a los Superiores de los hospitales, sino también a todos los oficiales y sirvientes del mismo, por amor a Dios.» (Regla 37).
El hospital era entonces la casa de los pobres, su último refugio. Quien tenía medios no iba al hospital. Este será pues su campo ordinario de servicio. Sin embargo también se comprometen a asistir a los moribundos en sus casas si son llamados, y sobre todo, no tienen miedo de asumir públicamente el compromiso de asistir a los apestados, lo que entonces equivalía a jugarse alegremente la vida: en caso de peste, las posibilidades de salir con vida para quien se entregaba incondicionalmente a su servicio, no eran muchas.
Los Doctores de la Curia discutieron minuciosamente si aprobar o no la nueva fundación; la cuestión no estaba clara, ya que eran tiempos postconciliares de reforma y renovación de las muchas Órdenes religiosas existentes y prevalecía la norma de no aprobar nuevas fundaciones. Para que una nueva se abriese camino entre aquellos sabios doctores, se precisaba Dios y ayuda. Camilo y su grupo no sabían ni querían entrar en tantas disquisiciones. Siguen enfrascados en la «santa viña del Señor», que aman cada vez más, y confían en el Señor que los ha invitado a trabajar en ella. Si el Señor quiere que esta nueva planta crezca y se propague, Él lo hará sin duda.
Al final, por influencia del Cardenal Lauro y de otros que se fijaron en el ritmo de vida y el estilo de servicio del pequeño grupo por encima de cualquier otra consideración, la aprobación llegó, si bien diríamos que por la puerta trasera y con claras limitaciones: se aprueba solamente para la ciudad de Roma, y con la expresa declaración de que es una asociación sin votos públicos, sólo privados; se anota también que no es una fundación nueva, sino que retoma la tradición de antiguas fundaciones.
Camilo y los suyos recibieron la noticia con alegría y gratitud sencilla y verdadera. Eran un pequeño grupo - una decena - sin pretensiones de grandeza, sino sólo de servir. Pero sin duda que esta aprobación pública del Papa los conforta y les da nuevos ánimos en el camino emprendido.
Hasta ahora el grupo había superado pruebas muy duras en su camino - saliendo de ellas compacto y unido - y había crecido, sin necesidad de tener expresamente designado un Superior. Ahora, por disposición de Breve de aprobación ha de elegir un Superior. Camilo fue elegido por unanimidad y su estreno en el nuevo cargo fue curioso: lo primero que hizo fue salir con un compañero, alforjas al hombro, a mendigar el pan para todos. La acogida que les dispensaron no fue muy agradable, ya que no recogieron más que un pan y algunos mendrugos y no pocos desprecios y malas maneras. Al día siguiente salen otros dos a mendigar y el resultado fue muy parecido, de modo que esta pareja volvió muy desanimada y casi con la intención de dejar la recién aprobada asociación. Camilo los comprendió, pero los animó a seguir adelante, mostrándoles con sencillas palabras su fe en la Providencia del Señor.
A raíz de la aprobación, el Papa Sixto V quiso ver y conocer a Camilo. Este acudió a la audiencia del Papa con devoción verdadera y profunda por la sede de Pedro, pero también dispuesto a dialogar y a no perder el tiempo: apenas pudo hablar, agradeció vivamente la aprobación de su grupo de Siervos de los Enfermos y pidió al Papa poder llevar públicamente en la sotana como distintivo, una cruz roja. El Papa halló razonable la petición, que en breve le fue concedida. La idea del grupo y de Camilo era esta: «Nuestra asociación tiene como fin particular ayudar a las almas en la última batalla ante la muerte, por eso los nuestros se presentan armados con la cruz roja para vencer y superar a los demonios, enemigos capitales de tan poderoso signo.» Esta cruz - decía Camilo - significa que los que la llevamos somos como esclavos, vendidos y entregados al servicio de los pobres enfermos... y que nuestra fundación es de cruz, de trabajo... Y gustaba de añadir esta pintoresca comparación: «Un Siervo de los enfermos, contento de llevar el hábito y la cruz roja, pero frío y sin amor en el servicio de los pobres enfermos, se parecería a un pollino macilento, adornado de una hermosa montura.»
Años después, Camilo fue a Buchiánico, su pueblo natal, con algunos de sus religiosos, todos con la cruz roja en el pecho. Sus paisanos, sobre todo los que le conocieron de niño, lo recibieron repasando y haciendo maravillas de todas sus aventuras, sobre todo de la última, su fundación de los Siervos de los enfermos. Y fijándose en la llamativa cruz roja, comentaban y preguntaban en voz baja... Y algunos, maravillados, decían: "Lo veis... es la cruz que Madonna Camila vio en sueños antes de darlo a luz. Luego nació en el establo como nuestro Señor. Si lo viese ahora Madonna Camila... que murió entristecida por este hijo..."
Camilo oyó los repetidos comentarios y respondió: "Sí, esta es la cruz que mi madre pensaba que sería la ruina y destrucción de mi casa. Y he aquí que Dios la ha convertido en salvación para muchos y exaltación de su gloria. Qué distintos son los caminos de Dios y los caminos de los hombres".
Sus paisanos veían ahora en Camilo la imagen de su madre, en cuerpo y alma... qué gran hijo... cómo ha heredado las virtudes de aquella santa mujer... vive - igual que ella - sólo para los pobres y desvalidos, tiene el mismo corazón de su madre... Camilo bendice a Dios y le da gracias recordando a su madre. Sus ardientes oraciones y sus constantes limosnas... por él, Camilo, no fueron desoídas, no; daban ahora su fruto abundante, bendito sea el Señor. Camilo recibía un impulso nuevo y fuerte: el recuerdo y la herencia de la madre revivía en él. Había llevado siempre consigo sus palabras y ejemplos, sus oraciones lo habían protegido constantemente hasta allí y lo seguirían protegiendo en adelante; Camila había tenido parte también en aquella fundación, hija de sus sueños e ideales, de sus lágrimas, limosnas y oraciones.
La nueva y pequeña fundación seguía adelante. La reciente aprobación y la cruz roja que lucían les servía de estímulo. El grupo se va engrosando poco a poco; y en vista de ello Camilo no duda en endeudarse más de lo “prudente» alquilando una nueva casa con Iglesia aneja, pues son ya cuatro los sacerdotes en el grupo. Es la casa e iglesia de Santa María Magdalena en Roma, casa madre y central de la fundación hasta hoy.
Las ambiciones del grupo - sanas y generosa s- aumentaban. Querían tener más sacerdotes para poder cambiar el modo habitual - muy rutinario y descuidado - de atender espiritualmente a los enfermos y moribundos, pero les era difícil o imposible ordenar a los estudiantes que entraban; ya Camilo se había visto impedido en este camino por falta de patrimonio económico y hubo de socorrerlo su fiel amigo Fermo Calvi que depositó 600 escudos, una fortuna entonces, suficiente para vivir de la renta que producía.
Un Sr. Cardenal, admirado de los arrestos del pequeño grupo, quiso ayudarlo a crecer y sugirió que la mejor fórmula sería tener votos solemnes, con lo que podrían ordenar cuantos quisieran a título de pobreza. Esto equivalía a aprobar una nueva Orden religiosa, asunto muy difícil por la vía ordinaria. Camilo tampoco aspiraba a eso; los títulos y categorías no tenían para él ningún valor, es más le eran sospechosos. Pero la posibilidad de tener más sacerdotes sin sacrificar ni un ápice de la mejor pobreza franciscana sino en esa misma línea, eso lo tentaba. Después de orar y reflexionar con calma ante Dios, comenzó a tramitarse en la Curia la petición de votos solemnes, sabiendo de antemano que, como mínimo iba para largo.
Camilo y los suyos no entienden lo que es ir a la caza de influencias y recomendaciones. Oran, sí, y mucho por esta intención, pues de aquí puede depender en gran medida el futuro de la tierna planta. Pero todo su tiempo y sus energías están entregadas - día a día - a los pobres del hospital. Esto es lo suyo, donde no dudan que Dios los espera.
En la primavera de 1590, entre las muchas familias atraídas a Roma por la posibilidad de trabajar en la nueva industria de la seda, se notaba un creciente malestar. Vivían los recién llegados en míseras barracas entre las colosales ruinas de las Termas de Diocleciano, más o menos a cubierto pero en condiciones higiénicas desastrosas. Al llegar el verano era cosa normal que cada año en uno u otro de los barrios bajos de Roma apareciese algún brote infeccioso de tifus o cosa peor pero aquel año las cosas iban a más ya desde antes del verano. Camilo, apenas oyó las primeras llamadas de auxilio, se presentó con los suyos en aquel hacinamiento de las Termas de Diocleciano, campo abonado para toda epidemia, dispuesto a todo. Mientras atendían a cuantos menesterosos topaban, Camilo, intuyendo el problema en toda su extensión, recorrió y delimitó el campo de acción; pensó luego en buscar y hallar los medios y recursos necesarios y en organizar los auxilios con prontitud y eficacia. En primer lugar, lanzó a sus compañeros al campo descubierto en misión de primeros auxilios. Llamó luego a la puerta de los Sres. Cardenales para allegar recursos; y sobre la marcha organizó su distribución: unos, en especie, a las familias que aún podían valerse para preparar su comida. En la casa de la Magdalena puso en marcha una cocina central, y desde ella, cada día, salía la distribución de medicinas y alimentos bien preparados a través de toda la zona afectada; cuatro o cinco religiosos con algunos ayudantes, todos cargados, más la ayuda de un paciente jumento que Camilo adquirió expresamente para este menester de caridad.
Consiguió que algún médico y algún farmacéutico se hiciesen presentes en el lugar para dar orientaciones y establecer dietas, tratamientos, etc... Camilo hacía visitar uno por uno todos los refugios y tugurios. Tocaba a la puerta hasta que alguien abriese; si nadie abría, buscaba la manera de entrar y socorre... Más de uno escapó a la muerte gracias a su insistencia. Una vez dentro de aquellas mal llamadas viviendas, hacía todo lo que veía necesario: limpiar, retirar ropas sucias o inmundicias, preparar la comida, hacer las camas, atender a las madres enfermas, a los lactantes, arrancar a éstos de los pechos de madres muertas o moribundas, preparar la papilla y dársela él mismo; sin haberlo hecho nunca, atendía amorosamente a los lactantes desvaa1idos: los limpiaba, los fajaba y vestía, los acunaba calmando sus gritos, con tal gracia y ternura que movía a los testigos a la risa y la conmoción a la vez; buscó madres de leche para algunos, compró cabras para dar a otros leche en buenas condiciones... Parecía imposible que un hombrón como él, con una voluntad de hierro, pudiese esconder tales riquezas de amor maternal...
Hizo transportar a algunos al hospital; a otros los vigilaba día a día en sus cavernas con la asistencia indispensable, en un continuo ir y venir, bajo el sol ardiente del verano, para que ninguno quedase abandonado. Así durante meses... Un día al atardecer, un Cardenal y futuro Papa lo paró en la calle para preguntarle cómo iban sus enfermos. Camilo se despachó con una sola palabra: Mejor. Al mismo tiempo descubrió con la mano una marmita que llevaba, implorando: Monseñor, por amor de Dios, no me entretenga, porque llevo un remedio urgente para un enfermo. Y siguió, a grandes zancadas, su camino.
Pasado el verano, la epidemia fue desapareciendo y las Termas de Diocleciano volvieron a tener un aspecto más normal.
Pero, aquel año las cosechas fueron cortas, los caminos de aprovisionamiento de Roma eran frecuentemente saqueados por el bandidaje y lo peor... muerto el Papa Sixto V a finales de agosto, pasaron tres meses sin Papa y sin un gobierno firme. La situación alimenticia de Roma se hizo caótica, el hambre invadió las casas de los pobres, y un ejército - miles de pobres mendicantes y de deudores de la justicia - invadió Roma desde fuera en busca de un bocado de pan. El nuevo Papa ordenó severamente que fuesen echados de Roma los que no aceptasen ser asistidos en las instituciones de caridad. Pero resultaba que muchos se escondían durante el día en las grutas del Coliseo, Palatino, Termas de Caracalla, y durante la noche probaban fortuna – como fuese - para matar el hambre. Camilo se dio cuenta de la triste situación y la atacó a su manera y estilo. Organizó pacíficas expediciones para explorar las grutas y socorrer a los miserables condenados a muerte que allí estaban, muchos ya sin fuerzas para volver a salir a la luz del sol, aterrados por el hambre y la miseria. Recogió a ocho religiosos y cuatro ayudantes y con ellos iba explorando aquellos antros de muerte, que habitualmente eran establos, en los que ahora los miserables disputaban a las bestias un bocado de hierba. «Dios os salve, hijos...», era el saludo que les dirigían al entrar con teas en las oscuras grutas; «no temáis, venimos a ayudaros...» Les repartían lo necesario para reparar sus fuerzas, los sacaban al sol, se llevaban los enfermos al hospital, sacaban los muertos... los consolaban cuanto podían y les dejaban lo necesario para vivir durante un par de días y la esperanza de tener luego un nuevo socorro. Cuántos encontraron a los que apenas podían abrir la boca, llena de la hierba de los animales... cuántos consumidos por la miseria, la fiebre, o ya muertos...
La policía hacía también sus exploraciones y echaba fuera de la ciudad - con un pan y algunas monedas en la mano - a los mendigos que hallaba fuera de los hospitales u hospicios. Un día Camilo se encontró con un grupo de éstos, atados de dos en dos, a punto de ser expulsados. Camilo los veía condenados a una muerte segura. Se acercó suplicante al capitán que dirigía la operación, pidiéndole esperase a que él pudiese interceder por ellos ante el Gobernador; el capitán le respondió que no discutía órdenes sino que las cumplía fielmente. Iban a ser embarcados ya, y Camilo no se podía apartar de ellos, suplicando al capitán por piedad... que no se podía mandar a la muerte así a unos hijos de Dios... El capitán, alterado, le respondió con fuertes amenazas si continuaba interponiéndose. Camilo no puede ceder, no se lo permite su corazón ni su conciencia: se pone de rodillas y con lágrimas le suplica... que espere un poco... que le entregue al menos los más débiles y acabados... El capitán, un tanto desarmado, le entregó dos y embarcó rápidamente a los otros. Camilo los sigue desde el muelle, les habla y los conforta en voz alta.
Sufriendo visiblemente y con lágrimas en los ojos los vio alejarse; tomó entonces a los dos que le habían dejado y los acompañó, gozoso de aquel pequeño triunfo, a la Magdalena, donde los atendió mientras no podían valerse. El capitán, mientras tanto, denunció a Camilo ante el Gobernador, que reprendió sin aspereza a Camilo por su celo excesivo. Era un lenguaje que éste no podía comprender en absoluto.
Se rebelaba contra aquella situación, dispuesto a intentarlo todo para poner remedio. Logró hacer llegar al Papa sus quejas y su petición de que «se tratase a los pobres con mayor caridad»; y afortunadamente obtuvo pronta respuesta. El Papa formó una comisión de cuatro Cardenales y el mismo Camilo; nunca había soñado formar parte de una comisión de Cardenales para atacar con mayor decisión y caridad la trágica situación de los pobres.
Se suspendió inmediatamente la decisión de alejar a los pobres de la ciudad y se pensó en recogerlos y atenderlos en hospicios de urgencia. Los hospitales rebosaron, un hospicio recogió 1.500, los Jesuitas recogieron 300, Camilo atendía en la Magdalena 400... Estos invadían al mediodía los locales de la Magdalena y allí recibían un plato de potaje de pan y legumbres, más un trozo de pan y un vaso de vino. Camilo los acompañaba rezando con ellos un Padrenuestro y Avemaría. «Por hoy estos pobrecitos no morirán de hambre» - exclamaba entre dolorido y contento - y los despedía, atento y afable... hasta el día siguiente. Atendía y retenía en casa a los más débiles y sucios. Viendo la miseria con que tantos de ellos se vestían - hombres, mujeres y niños - a las puertas del invierno organizó pronto y de la nada una ropería de caridad: buscó dinero, contrató a quince sastres y vistió a cuantos necesitados podía alcanzar; otros imitaron también su ejemplo.
Aquellos hospicios improvisados y abarrotados, sin camas ni jergones suficientes, solucionaron algunos problemas al tiempo que crearon otros. La aglomeración de miserables, la falta de higiene, dio origen en el hospicio de San Sixto a fiebres graves e infecciosas, además de una invasión de parásitos de consecuencias increíbles.
Cuando Camilo oyó voces que hablaban de peste, fue enseguida al lugar para comprobado; volvió a la Magdalena, escogió ocho de los suyos y les dijo claramente: la caridad no puede darse tregua ni reposo, esta es nuestra hora, para esto estamos en e! mundo los Siervos de los Enfermos... venid conmigo a servir al Señor... Se presentaron animosos en e! hospicio y emprendieron enseguida una limpieza a fondo: ropas y talegas sucias, paja podrida, jergones viejos... fueron a parar al fuego o al río. La lucha con los parásitos fue terrible, ya que lo habían invadido todo, hasta la comida, provocando violentas náuseas y vómitos. Una fiebre que llamaban pútrida, se contagiaba y en pocos días alcanzó también a los del grupo de Camilo. Sin volver la vista atrás, sino animándose unos a otros, siguieron en la brecha... hasta sucumbir. Cinco de los nueve, consumidos por la inapetencia y las náuseas, murieron como mártires, atacados por infinitas picaduras de piojos. Sus nombres: Juan, Leandro, Oracio T., Oracio Z. y Benito.
Sus compañeros no se arredraron, al contrario otros nuevos cubrieron sus puestos en la batalla contra la peste. El instinto - siempre vigilante de Camilo, hombre sin letras ni estudios- le dijo que había que separar a los infecciosos para evitar una hecatombe. Enseguida pensó en preparar un local aislado para ellos. Con el permiso de los Cardenales, sus colegas de comisión, alquiló unos locales que podían servir al afecto, y él mismo con los suyos se ocupó de todo. Dispuso unas trescientas camas y las ocupó enseguida con los que daban mayores señales de infección y postración. Poco después el número de enfermos allí acogidos subió a 400. Lo proveyeron de dinero y mueblaje y dejaron para él y los suyos el servicio directo. La lucha contra la suciedad, la fiebre pútrida... la mortandad que llegó a tocar una media de 30 al día... fue muy dura, terrible. En verdad allí no había tregua ni descanso, de noche ni de día, para los Siervos de los Enfermos. Aquellos enfermos eran la gente «más baja, más vil y despreciada de! mundo.» Pero ellos no sabían medir categorías ni dignidades, aquellos eran sus amos y Señores, igual o más que los demás. En el interior de aquel lazareto «e! aire se hizo pesado y casi irrespirable. Era muy difícil para un cuerpo humano por sano que estuviese, resistir allí con aquel aire corrompido. Yo, estando allí más de un cuarto de hora, me entraba un terrible dolor de cabeza, que me obligaba a salir si quería evitar la muerte... Sólo Camilo, por virtud divina estaba allí día y noche, con gran estupor mío y de los demás, en medio de aquella podredumbre; y no enfermó, mientras todos sus religiosos enfermaron y muchos murieron». Este es el testimonio de un médico que acudió con Camilo y los suyos a aquel lazareto.
Dada la carestía los medios se agotaban y Camilo tuvo que salir muchos días y en pleno invierno, llamando de puerta en puerta para proveer de pan y alimentos a sus asistidos. Vigilaba sobre toda la organización y al regresar al lazareto solía traer, apoyándolo al caminar o cargado a sus espaldas, un nuevo enfermo, muchas veces mascando hierba y hediendo como un cadáver. Gozaba de poder acogerlo, limpiarlo y atenderlo; pero «sufría y se lamentaba al ver sufrir a aquellos miembros de Cristo, sin poder servir a todos como sería su ardiente deseo.»
Un día llegó a encontrarse sin pan y sin grano. De buena mañana se dirigió a la central de abastecimiento, exponiendo con insistencia la situación de su hospital de infecciosos. El jefe, que estaba indispuesto en cama, le envió a decir que no había ni siquiera para la ciudad. Lejos de contentarse con esta respuesta, alzando la voz para que Monseñor de Abastos le oyera bien, dijo que no pedía grano para él, sino para sus pobres enfermos, los cuales, antes que nadie en el mundo, tenían derecho y necesidad de pan. Y siguió, con mayor voz y convicción: si mis pobres, Monseñor, mueren de hambre, no seré yo el culpable delante de Dios y le citó ante el tribunal de Cristo, al que daréis cuenta muy estrecha. Oída aquella voz de trueno, el buen Monseñor ordenó enseguida que le diesen cuanto pedía, aunque faltase el grano para el resto de la ciudad.
Aquella epidemia fue cediendo al llegar la primavera y el hospital de infecciosos de Camilo se cerró. Su fundación, que estaba alcanzando los 50 miembros, quedó reducida a la mitad: alrededor de 25 inmolaron su vida libre y alegremente, con generosidad y fortaleza, porque amaron más a los pobres y enfermos que a su propia vida. Camilo no lloró por su fundación. Siguiendo a ese ritmo no crecería mucho, pero eso le importaba poco, ya que amaba más los servicios de su fundación, es decir a los pobres y enfermos que a la misma fundación. Y alababa y daba gracias a Dios que le había enviado, sin buscarlos, aquellos compañeros.
Él mismo, si bien no estuvo a la muerte, su pierna llagada se le inflamó mucho y le impedía caminar como quería; y la carestía y las constantes privaciones le dejaron como recuerdo para toda su vida unos cólicos renales que siempre volvían de nuevo. Camilo no se espantaba por esto ni se quejaba. En su manera de ver las cosas a la luz de la fe, llamaba a aquella enfermedad una gracia y misericordia de Dios, por la que le daba gracias.
Estamos en la primavera de 1591. Los Cardenales y teólogos de la Curia papal, que durante casi dos años han estudiado si procedía o no hacer de la nueva fundación de Camilo una Orden religiosa con votos solemnes, cerró pronto sus discusiones y dio su parecer favorable. Habían quedado convencidos por los hechos del valor y oportunidad de la nueva Orden y le auguraban muchos siglos de vida y servicio, pues con aquel ritmo de entrega... nadie sabía cuánto tiempo podría perdurar...
El 21 de septiembre de 1591 el Papa Gregario XIV firmó la bula de aprobación de la nueva Orden religiosa de Siervos de los enfermos. La tierna fundación, que a principios de aquel mismo año había quedado reducida a la mitad de sus efectivos, seguía creciendo. Sus miembros dieron rendidas gracias a Dios por aquel reconocimiento oficial de la Iglesia, esperando sirviese para un desarrollo más firme.
Sin embargo, la nueva categoría o clasificación oficial no les afectó en su pensar ni en su vivir, eran los mismos que antes. Camilo vigilaba para que la tierna fundación siguiese su camino inicial y entendía la aprobación como un título de mayor obligación. El Papa Gregario XIV, conmovido al oír referir sus gestas de caridad, quiso apoyarla decididamente: conociendo el montón de deudas que Camilo contraía sin miedo por los pobres, les asignó una limosna mensual de 50 escudos; además quiso dotarlos de bienes raíces para sustentarse, a fin de que pudieran dedicarse a sus servicios de caridad con mayor respiro y tranquilidad. Camilo agradeció al Papa su buena disposición, pero se excusó de aceptar los bienes raíces para sustentarse; defendía la pobreza junto a la caridad como el mejor patrimonio de su fundación, quería seguir en la mejor línea jipy de San Francisco. Es admirable que Camilo, hombre sin letras ni estudios, convenciese al Papa, ciertamente por sus hechos mucho más que por sus palabras.
El día 8 de diciembre de 159 I fue el día oficial del nacimiento de la nueva Orden; la fecha la eligieron entre todos por entender que tenían una deuda muy particular con la Virgen Madre de Dios, por su intercesión que habían invocado, y por sus ejemplos (pues ellos querían tener siempre un corazón maternal con los pobres). Acompañados de varios Prelados y algunos amigos de los tiempos duros, emitieron públicamente sus votos religiosos de pobreza, castidad, obediencia y servir a los enfermos incluso apestados, fin principal de la nueva fundación. Mirando el camino que habían hecho hasta allí, alababan a Dios, a quien todo lo atribuían; pero sobre todo miraban hacia el futuro, confiados...
Hubieron de elegir Superior. Camilo les dijo claramente que no pensasen en él, por no ser apto para el gobierno, hombre sin letras ni instrucción... y por sentirse muy consumido y viejo; que lo dejasen aparte «como azada fuera de uso.» Pero sus palabras fueron razón de más para e1egirlo unánimemente como Superior de todos.
La tarde del día 8 de diciembre de 1591 Camilo tuvo con los suyos una reunión íntima y familiar. Los saludó y abrazó uno a uno; luego se puso de rodillas ante todos y pidió que como limosna le concediesen usar las cosas que precisaba absolutamente: los vestidos, la cama y muy poco más. No se levantó hasta que todos le aseguraron que se lo concedían. Era el cabezadura de siempre, que amaba y defendía la pobreza como un tesoro.
A los pocos días todo el grupo que emitió los votos solemnes hicieron a pie la visita a las siete iglesias de Roma; con esta piadosa peregrinación, al tiempo que daban gracias a Dios en los templos de los Apóstoles y Mártires de la Iglesia de Roma, expresaban sencilla y firmemente su deseo de caminar adelante... buscando siempre una mayor conversión y entrega al Reino de la Caridad. Hacia el mediodía hicieron una parada entre las ruinas de las Termas de Caracalla, para la comida. Allí Camilo, tomando el hilo de lo que aquellos días estaban viviendo y comentando, les manifestó su reflexión: habló sobre la infinita bondad de Dios, que por caminos tan impensados los había llevado a la fundación de la Orden, confesando que se había visto arrastrado por la voluntad de Dios, y que no era obra suya. Sobre esta firme experiencia, exhortaba a sus compañeros a caminar en adelante sin miedo alguno, con entrega total, confiados... él estaba cierto que aquella humilde fundación se extendería por el mundo y santificaría a muchos. «No temáis, pequeño rebaño, porque Dios se ha complacido en darnos a nosotros, los últimos llegados, el Reino grande de la caridad.»
Hubo entonces muchas conversiones de antiguos adversarios y opositores de la fundación. El primero San Felipe Neri, que ahora iba al encuentro de Camilo y lo abrazaba, y reconociendo su error los animaba diciendo que veía la mano de Dios en aquella fundación. Mons. Cusani, el capitán de la oposición en el hospital de Santiago, que los había llamado «compañía de burla», reconocía ahora públicamente su error y los felicitaba...
Camilo no por esto perdía los estribos. Decía con la misma sencillez y convicción de siempre que «primero el Señor, su amado Crucifijo, y luego su pierna llagada» habían fundado la Orden, a pesar de su firme testarudez de hacerse capuchino; por él, hubiese sido capuchino toda la vida, y perder aquel estado le parecía la muerte; pero Dios vio e hizo las cosas de otra manera, y sobre aquella muerte suscitó la vida en el gran Reino de la caridad.
Los hospitales de entonces - centro y modelo de todos ellos era el del Espíritu Santo - eran unos edificios grandes y hermosos al exterior. Para Camilo lo que más contaba era el interior, donde ciertamente no se veía mucha hermosura. Allí estaban recogidas todas las miserias humanas, físicas y morales; aquello era el último refugio del pobre y desvalido, que lo evitaba mientras podía, porque muchos iban a morir en él. Quien tenía medios no iba ciertamente al hospital. Los muchos vagabundos, aventureros errantes y mendigos de aquel tiempo iban convergiendo hacia la ciudad y tenían su último refugio en el santo hospital.
No eran tiempos de higiene y dada la alta mortandad, se echaba la culpa a las ventanas abiertas, por lo que siempre estaban cerradas. La suciedad era impresionante e incomprensible para nosotros; los servicios higiénicos muy primitivos sin desodorantes ni detergentes eficaces, el mal olor era brutal, la cultura y maneras de los enfermos muy rudas, por lo que las voces y lamentos de los enfermos en salas grandes y muchas veces sobreocupadas... el hedor persistente... todo contribuía a crear un ambiente muy duro, con un aire irrespirable. «El aire corrompido de los hospitales mata a los nuestros,» dice un cronista de aquellos días.
Un día al atardecer se cruzó Camilo en la calle con un médico, gran amigo suyo, que le preguntó a dónde iba. Le respondió con cara alegre que iba «de paseo a un hermoso jardín, lleno de flores y frutos, cercano al castillo de Santangelo.» El médico se preguntaba qué jardín sería aquél, ¿algún jardín privado de un noble romano o de algún Cardenal? Era muy extraño que Camilo fuese a pasearse a un jardín y menos a aquella hora, a punto de sonar el toque del Ave María, hora en que todos los religiosos debían recogerse en sus conventos... Camilo lo dejó cavilar unos minutos y luego le desveló el enigma: «Mi jardín es el hospital del Espíritu Santo».
Era su lenguaje muy frecuente. No que él fuese un poeta, acostumbrado a usar metáforas brillantes y seductoras; nada de eso, era hombre sin letras. Sin embargo, precisamente en el hospital, colector de todas las miserias humanas, donde había que echar mano de la mejor voluntad para aguantar dentro unas horas porque lo que se veía era miseria, suciedad, dolor y muerte... allí precisamente él veía un jardín florido y delicioso... descubría tesoros, la margarita preciosa de la caridad.
Cuando las obligaciones de su cargo de Superior general lo retenían en la Magdalena, se veía «atado a la cadena», anhelando volver al hospital. Caminando hacia él, forzaba el paso del compañero y en alguna ocasión le dijo: Hermano, qué paso de hormiga llevas... Se lamentaba de que el reloj del castillo de Santangelo corriese demasiado y no le diese tiempo bastante para sus enfermos.
Embalado por este camino, descubierto en la fe y por la fe, hasta se extrañaba de que otros se extrañasen de su contento y de su plena realización en el hospital. ¿Cómo no voy a estar bien aquí hallándome en el paraíso terrestre, y con la prenda y la esperanza de alcanzar también el celestial?
Al final de su vida, consumidas sus fuerzas y teniendo que guardar cama, no dejaba de pensar en su hospital: enviaba allí a su enfermero encomendándole este o aquel enfermo y pidiéndole luego noticias de todos. Y como recuerdo de su hospital tuvo hasta su muerte bajo la almohada la llave de la pequeña habitación en la que allí dormía; aquella llave lo mantenía todavía unido a su hospital, y repetía constantemente: esta llave me abrirá las puertas del cielo.
Sus amos y señores eran los enfermos, cuanto más pobres y repugnantes. Así lo había aprendido muy bien del Evangelio, Mat. cap. 25. Todos los años al llegar el primer lunes de Cuaresma, sabían que se leía y comentaba en la Misa ese Evangelio y acudían muchos de ellos a escuchar aquella predicación que luego comentaban animadamente entre sí. A veces no quedaban satisfechos y Camilo comentaba: este sermón ha sido como si a un anillo precioso le falta el rubí, le ha faltado lo más excelente.
El concepto de amos y señores aplicado a los enfermos, Camilo lo entendía a la letra, con mucha claridad y realismo. «Hermano - respondía a un enfermo- no me tengas respeto por ser sacerdote; mándame lo que quieras, porque yo solo soy tu siervo, me he hecho esclavo tuyo, y por esto estoy obligado a servirte y obedecerte cuantas veces me mandes.»
No quería ni consentía en privilegios para él; al revés, en el hospital corría la consigna de dejar para él los casos de enfermos más repugnantes y abandonados: dejemos estos tordos al P. Camilo. Y se frotaban las manos de listos. En realidad a él le hacían un favor, no se cuidaba de la injusticia a su persona y se enfrascaba en limpiar y atender a aquellos enfermos para saciarse de caridad.
Se entristecía mucho cuando no podía entender a los enfermos en sus ruegos o exigencias. Se las ingeniaba de mil modos para comprenderlos, lo que no siempre conseguía; probaba ofreciéndoles mil cosas y les pedía perdón de rodillas por no saberlos entender y servir.
A los que se admiraban de todo lo que tenía que aguantar en forma de malos tratos por parte de los enfermos, Camilo, que por esta razón nunca perdió la calma, respondía: «He recibido muchas veces puñetazos, bofetadas, salivazos, villanías de todas clases de los enfermos, con gran contento y alegría por mi parte, ya que los enfermos no sólo me pueden mandar, sino también decirme perrerías e injurias, como amos y señores legítimos míos que son.»
No tenía ninguna dificultad en barrer o limpiar lo que hiciese falta, es más, era muy celoso de la limpieza pues, comprendía su importancia para bien de los enfermos; y se le veía a veces rascando con una paleta los pavimentos lúridos en salas y servicios. No existían para él servicios bajos que pudiesen deshonrar su dignidad sacerdotal. Llevaba habitualmente atado a la cintura un orinal para atender a los enfermos sin que tuviesen que bajarse de la cama.
La fe que lo guiaba y que Dios le iba agrandando admirablemente movía las montañas, es decir arrastraba a muchos que tenían en perspectiva una brillante carrera, - médicos incluso - a renunciar a ella y a servir al enfermo en la sencillez y el escondimiento, pero... en la desnuda verdad. Además, por don especial de Dios acompasado a su voluntad de gigante, las cosas más molestas y despreciables se transformaban para él en las más altas y preciosas, era una fe iluminadora y transformante: los olores insoportables se le volvían perfumes... los gusanos que salían de las llagas no curadas e invadían el jergón, le hacían decir: son perlas preciosas que coronarán en la otra vida a los buenos siervos de los enfermos. La paja de los jergones, al esponjarla para alivio de los pacientes, le parecía oro fino, con que se adquiere y se alcanza la vida eterna.
Un día al lavar y cambiar de ropa a un enfermo todo sucio de arriba a abajo de sus propios excrementos, se dio cuenta del asco y confusión que sentía el pobre compañero que lo ayudaba y que se había ensuciado las manos. «Hermano -le dijo - estos son hermosos guantes de oro, y date cuenta que la caridad ha de ser hecha de buen ánimo y con corazón generoso.»
Camilo se sentía dichoso - sin dejar de pagar por ello la deuda de la humana debilidad que sobre todo al principio lo retraía y obstaculizaba - de encontrarse en aquel Reino grande de la caridad. Decía a los suyos que eran dichosos de haber sido llamados a una porción tan escogida de la viña del Señor. «A nosotros nos ha tocado el plato exquisito y sabroso de la caridad en el banquete del Reino de Dios.». Se consideraban los dichosos mercaderes, que sin saber cómo ni por dónde han descubierto «la margarita preciosa» (Mat. 13,46); por ella, por poseedla y explotadla, lo dejan todo porque todo carece de valor frente a ella. ¡Dichosos los que creen la Palabra de Dios!... Dichosos más aún «los que actúan la Palabra no contentándose solamente con oírla, engañándose a sí mismos» (Sant. 1, 22). Estas palabras de la Carta de Santiago eran muy repetidas por Camilo.
Nápoles vio en sus hospitales a los compañeros de Camilo desde muy temprano, desde 1588. Aquí emularon enseguida las hazañas de Roma. Entraron en el puerto unas galeras repletas de soldados españoles, infectados de peste, compañera corriente entonces de todos los ejércitos. Se dio la alarma a las autoridades y dieron orden de apartar aquellas galeras a un lugar cercano. Allí, al no tener quien los asistiera - al primer rumor de peste, escapaban cuantos podían como alma que lleva el diablo- pidieron a los Siervos de los Enfermos se hicieran cargo de la asistencia. Y allí fueron inmediatamente a dar de sí cuanto pudieran: bajaban a los infelices a las playas, los limpiaban y bañaban, los acomodaban en tiendas improvisadas... hicieron cuanto pudieron prodigándose con sencillez y con verdad. La situación sin embargo era tan desastrosa, que todos los soldados o casi todos murieron. Tres Siervos de los enfermos los acompañaron a la tumba por no saber apartarse de ellos mientras tuvieron algún aliento. Este hecho fue una buena presentación de estos nuevos amigos de los enfermos en Nápoles.
En el año 1600 apareció en Nola, ciudad no lejos de Nápoles, la temida peste. El virrey acudió pidiendo auxilio a quienes sabía que no se negaban. Siete compañeros fueron enseguida a atender a los enfermos, sepultar los muertos... a hacer un poco de todo ya que la ciudad, entre muertos y huidos se veía cada día más reducida y silenciosa. Camilo fue a verlos apenas pudo, despreciando el contagio. Al entrar en la ciudad, parecía un campo de muerte: nadie salía a la calle, todos se encerraban en sus casas por miedo al contagio. La primera persona que vio fue un hombre que le pedía limosna vacilando en sus pasos... y enseguida cayó a sus pies, muerto. Buscó a los suyos y los halló aquí y allí... ocupados en mil atenciones urgentes. Al atardecer regresó a Nápoles, reunió a la comunidad - que contaba ya con ochenta religiosos - y les refirió conmovido lo que había visto en Nola. Echando suertes entre todos, al día siguiente salieron ocho con Camilo hacia Nola, a proseguir la lucha contra la peste... Pasados unos meses, la peste cedió; siete valerosos compañeros de Camilo enfermaron gravemente y de ellos cinco entregaron la vida animándose unos a otros, "felices de entregar su vida por Dios y por los hermanos". Sus nombres: César, Marcos, Mateo, Francisco y Tomás.
En el verano de 1606, la misma ciudad de Nápoles vio aumentar de tono la epidemia que cada año normalmente se manifestaba en el verano, con el fuerte calor y la falta de higiene. Los Siervos de los enfermos atienden ahora los tres hospitales de la ciudad, a su aire y estilo propio pues son ellos los únicos enfermeros. La epidemia obliga a doblar el número de camas o jergones. Son ellos unos ochenta más otros tantos novicios que los ayudan a ritmo más reducido; entre los tres hospitales exigen la presencia constante de más de cincuenta. Se prodigan más allá de sus fuerzas, animados por la presencia y el ejemplo ardiente de Camilo. "Padres y hermanos míos, les decía en su euforia de caridad, trabajemos alegremente en esta santa viña del Seño... Felices de nosotros si tenemos la suerte de morir aquí..." Los religiosos eran casi todos jóvenes y ardorosos; Camilo los proveyó de los mejores remedios estomacales que pudo hallar como de aceites perfumados, para que pudieran hacer frente al aire apestado y a las fatigas. Los religiosos enfermos llegaron a cuarenta y siete, los que entregaron la vida en aras del amor sencillo y verdadero fueron una docena, entre ellos un sobrino del mismo Camilo, Octavio de Lellis.
No fueron estas las únicas pestes aunque sí las principales, en que se vieron envueltos los compañeros de Camilo en los primeros años de la fundación. Eran para ellos la hora de la verdad, prevista y esperada, ya que aquellos eran tiempos pródigos en pestes más o menos virulentas y ellos al entrar en la Orden sabían muy bien que ya entregaban alegremente la vida por los demás.
La Orden de Camilo celebró sus reuniones organizadas o capítulos. En uno de ellos las discusiones se alargaban y el final no llegaba. Pero... llegan noticias de peste y todos, sin vacilar, se ofrecen para acudir al lugar del peligro.
Viajando hacia Milán, encontraban dificultades en obtener caballos para alcanzar pronto la ciudad. Corrían voces de peste, y todos escapaban hacia afuera. Camilo y los suyos, exactamente al revés, iban hacia allí y temían llegar tarde. A los muchos les advertían que en Milán había peste, ellos respondían: Por eso precisamente vamos nosotros y... a toda prisa... Qué curiosos son los caminos de la fe...
Los motivos que Camilo tenía para servir regiamente a los pobres y enfermos eran motivos de fe cristiana, sacados de la Palabra de Dios. Tenía pues una visión del enfermo muy alta y espiritualizada, pero al mismo tiempo tremendamente realista, tenía presentes como nadie todas sus necesidades reales, sobre todo las más bajas y humillantes. En el fondo era una intuición de la dignidad del hombre, imagen de Dios, muy distanciada de la común de su tiempo.
Su intuición chocaba con las prácticas de asistencia espiritual de su tiempo: era entonces norma establecida no admitir en el hospital a quien no se confesase y comulgase previamente. Camilo y los suyos desconfiaban de esta norma, que no les era dado cambiar, y tenían otra paralela en sus primeras Reglas: «Lo primero, procure cada uno, cuando visita a algún enfermo, saber si se ha confesado bien, con las condiciones requeridas, y exhorte a los que no están bien confesados a hacerlo bien, enseñándolos y exhortándolos...» En este campo sostuvieron una batalla constante a pesar de que no fue mucho lo que pudieron conseguir, dado el sistema entonces firmemente establecido de los beneficios eclesiásticos, de los que no era fácil sacar a nadie con tal que cumpliese lo legalmente establecido; el resultado era un servicio frío, rutinario e inmobilista, para Camilo totalmente insuficiente y muchas veces lesivo de la dignidad y derechos del enfermo.
Con el crecimiento de la fundación, ya Orden religiosa, algunos sueños de Camilo se iban realizando: algunos hospitales esparcidos por toda Italia, desde Milán hasta Sicilia, iban cambiando por completo, es decir aquellos en los que consiguió que los suyos se hicieran cargo de todos los servicios de enfermería; sin embargo huía como del fuego de la dirección y administración de los mismos. Esto suponía una reforma histórica en los hospitales de Italia y requería considerar y resolver no pocas cuestiones que aparecían... en el camino. Métodos y reglamentos de asistencia, material sanitario, preparación requerida para sus religioso... en todo esto hubieron de pensar sobre la marcha, ya que la Orden se había puesto en pie no como cosa estudiada y programada con antelación, sino más bien como un brote espontáneo de vida y de amor, de entrega y servicio, dones del Espíritu que sopla donde quiere y como quiere. Acerca de la preparación de sus religiosos Camilo reflexionó, dialogó y oró mucho delante de Dios. Un buen día, al término de una prolongada meditación al aire libre - ya que iban de viaje - se arrancó por peteneras: con alegre decisión, como quien llega felizmente a la conclusión que durante mucho tiempo había buscado, dijo a los compañeros que ahora conocía con claridad la voluntad de Dios acerca de los estudios en la naciente Orden, punto sobre el que hasta ahora se había mostrado reticente y reacio. Eran buenos y necesarios, quería en la Orden buenos filósofos y teólogos, y esperaba que con estos estudios los enfermos y Nuestro Señor en ellos sería mejor servidos.
A Camilo le preocupó también mucho la técnica y el material sanitario, muy deficiente en su tiempo. Él mismo hizo sus inventos: inventó una paleta de metal apropiada para rascar la suciedad abundante de los pavimentos; se ingenió un estilete ancho y prolongado de hueso, que revestido de lino servía para limpiar la boca de flemas (no existía entonces el aspirador de nuestros días); consiguió que se preparasen y utilizasen servicios higiénicos portátiles; tuvo y propuso intuiciones contrastantes con la mentalidad de su tiempo en cuanto al aire y la luz, beneficiosos en general para los enfermos; escribió reglamentos de enfermería realmente nuevos para su tiempo. Era hombre sin letras, pero genio de la caridad y de la justicia social, era puro carisma. Con sus intuiciones fue mucho más allá de lo que los entendidos, los estudiosos de su tiempo podían apreciar.
Una vez que vio claro que los estudios eran buenos y necesarios en la Orden, se dispuso un programa de estudios para los jóvenes, que se compaginaba con el servicio en el hospital. En la práctica, de las dos cosas la que cedía en caso de necesidad o de conflicto eran los estudios. Y dado que las necesidades del hospital, pestes, etc... no menguaban sino que se tomaban más hospitales, el programa de estudios nunca fue muy consistente. Durante muchos años la única escuela que tuvo la pequeña comunidad fundacional fue la persona misma del enfermo y los dones y gracias – capitales - del Espíritu Santo. Bernardino Norcino y otros muchos compañeros de los primeros años lo aprendieron todo en esta escuela. Y eran y entrega al pobre y desvalido.
Creo que en estos hechos se deja traslucir la escala de valores de Camilo. El buscó a base de geniales intuiciones las mejores técnicas para su tiempo, quiso buenos estudios en la Orden, pero todo esto lo veía en un plano subordinado e instrumental, de medios: eran instrumentos, ayudas que asumía e integraba en un plano más alto y carismático. El carisma de Camilo y sus compañeros, don del Espíritu, era ante todo la fuerza interior, “fuente viva, fuego, caridad», que animaba y daba un contenido profundo a toda su actividad.
Nuestro tiempo es muy rico en técnicas especializadas; nuestros hospitales son una masa de gente especializada y superespecializada. Nuestro tiempo endiosa a la técnica con lo cual muchas veces se sale de su misión de servir al hombre concreto y se vuelve inhumana.
La técnica de nuestro tiempo, ¿cómo la describiría? Se me ocurre compararla con un robot, de esos que a veces hemos visto en televisión: tiene figura más o menos de un hombre, en fuerza bruta supera a Tarzán; en memoria deja atrás a cualquier hombre, en inteligencia parece acercarse a los humanos; pero en corazón, en amor... cero más cero. Así es muchas veces la técnica rutilante de nuestros días; toneladas de fuerza bruta, amor y humanidad... a cero. Que se vuelva contra el hombre que la creó, y lo ataque o destruya, no es un puro riesgo, es muchas veces una realidad. Y algo de esto vemos en nuestros hospitales, masificados y deshumanizados en muchos aspectos. Más o menos conscientemente se impone la mentalidad - muy del día - del pulsador automático, del monitor exacto pero frío, de la ficha rellena de datos técnicos... nos quedamos con un tipo de asistencia de hombre-robot... no hay sitio apenas ni tiempo para el alma, vida y corazón, para el encuentro con el hombre, que es persona, ser libre, responsable de sí mismo, que podría y debería ser el primer colaborador en su propia curación.
El carisma de la fundación de Camilo es por tanto muy necesario hoy día, es de gran actualidad si lo sabemos buscar y lo sabemos encontrar. Habrá que buscarlo donde él lo buscó, en la escucha del Espíritu de fortaleza y de amor y en la escucha atenta del mismo enfermo, imagen de Cristo crucificado... El Espíritu sopla donde quiere y como quiere, no se deja encasillar por organigramas o estructuras humanas. Un camillero, una enfermera, una auxiliar, una mujer de limpieza puede tener, puede poseer y explotar y desarrollar el talento precioso de Camilo - don del Espíritu - mejor que un médico superespecializado. No estará de más tener presente esta observación.
La fundación de Camilo, tan lejana en el tiempo, tiene pues razón de ser hoy día, para dar vida y calor a tanta técnica especializada, para volver a descubrir y a poner en claro la dignidad del enfermo, Señor y dueño del hospital, la dignidad del hombre, creado a imagen de Dios, para volver a mostrar y proclamar la necesidad y la fuerza del amor...
En el otoño de 1613 Camilo andaba por el Norte de Italia, ocupado como siempre en los hospitales atendidos por sus religiosos. Estaba muy débil, los años llenos de fatigas y las enfermedades que siempre lo acompañaron estaban agotando definitivamente sus fuerzas físicas. Él mismo está convencido de ello y en Génova anunció con toda claridad a su enfermero que moriría en Roma el día de San Buenaventura (el 14 de julio según el viejo calendario). Viajó por mar hacia Roma. Al poner pie en tierra en Civitavecchia, sin hacer caso de su debilidad ni de los veinte kilómetros que le restaban de pesado viaje por tierra hasta Roma, quiso visitar a los míseros trabajadores de las salinas, que conocía de haberlos visitado y socorrido ya otras veces aquí y en el hospital.
Llegado a Roma hubo de guardar reposo obligado todo el invierno. Pero él no sabía vivir para sí mismo, vivía dichosamente para los enfermos y no sabía vivir de otra manera: todos los días, apenas su enfermero lo había atendido en lo indispensable, lo enviaba al hospital a servir a otros que creía más necesitados que él, y todos los días, mañana y tarde, pedía noticias a los suyos sobre los enfermos del hospital; quería estar al corriente de todo y se interesaba por todos, recomendaba a este o al otro enfermo, los más necesitados...
Muchas personas importantes en Roma se consideraban obligadas a visitarlo, pero esto lo preocupaba poco. Al llegar la primavera no pensaba más que en su hospital y fue a visitarlo sacando fuerzas de su extrema debilidad. Fue recibido en triunfo... quiso visitar a los enfermos y hablarles uno por uno... Se despidió diciéndoles: "Hermanos, me sentiría dichoso de morir aquí entre vosotros... me voy con el cuerpo, pero os dejo mi corazón... "
Pasaron las semanas, y a pesar del reposo y las atenciones, las fuerzas declinaban, Un día algunos médicos hicieron consulta en torno a su lecho con todas las cartas boca arriba; Camilo quería saberlo todo y no veían razones para ocultarle nada. La conclusión fue la esperada, y Camilo exclamó: "Iré a la casa del Señor" (Salm. 131,1). A un compañero que luego le preguntó cómo estaba: Bien, respondió, ya que he recibido la buena noticia de que pronto iré al paraíso. ¿Cómo no he de estar bien?
Los últimos días de su paso por este mundo los dedicó, según le permitían sus fuerzas estando en el lecho, a la oración constante y a escribir algunas cartas para bien de su fundación, animado y exhortando a todos los suyos a continuar animosos en la santa viña del Señor... También pedía a todos oraciones y Misas para después de su muerte. Escribió una Carta a todos sus religiosos presentes y futuros como Fundador, entregándoles y recomendándoles con todas sus fuerzas la obra de su vida, para él obra de Dios a pesar suyo.
El día 14 de julio de 1614, entregado a la oración... serenamente... murió.
Los tiempos de Camilo, tan lejanos del nuestro, eran tiempos de caridad. Todas las iniciativas de asistencia a los pobres y necesitados partían de la Iglesia y se inspiraban en la caridad. Era un campo de actividad creado por la misma Iglesia siglos atrás, como parte esencial de su presencia en el mundo y luego fomentado y desarrollado a través de los siglos medioevales: todas las ciudades y villas medioevales se construían y ordenaban a partir de un punto central que era su catedral o iglesia principal; a la derecha misma de esta iglesia principal estaba el hospital, llamado también Casa de Dios. Fue aquella la etapa de la caridad, con multitud de instituciones e iniciativas.
En torno a la Revolución francesa se produjo un cambio cultural que afectó poderosamente a este campo de la asistencia a los menesterosos. Con las nuevas ideas de igualdad y progreso aplicadas a la vida civil, surgieron nuevas iniciativas de asistencia a los enfermos y abandonados, iniciativas que tuvieron lugar muchas veces al margen de la Iglesia; se habla de filantropía y beneficencia y surgen multitud de fundaciones, hospitales, hospicios... la conocida Cruz Roja internacional que fomenta la Cruz Roja nacional... Es la etapa de la beneficencia, de las Juntas de beneficencia. Se trata de iniciativas privadas, el Estado no interviene todavía como inspirador ni como administrador.
Y llegamos a la etapa de la justicia social. Con nuestro siglo se va abriendo camino, primero en la teoría y luego también en la actuación práctica el concepto de que la asistencia a los desvalidos y marginados es un deber de la sociedad entera y el Estado mismo se va haciendo promotor y administrador de todas las ayudas necesarias. Cada día es más viva la conciencia de la dignidad del hombre y por tanto el hombre de hoy pide ser atendido en sus carencias y necesidades por la misma sociedad en la que vive y trabaja. Aquí la dignidad del hombre ha subido muchos enteros y nos alegramos porque es la dignidad que Dios le ha dado y que en general no había sido todavía descubierta y reconocida; los modos de ayuda inspirados en la caridad, en la beneficencia o filantropía no se adaptan ya al hombre de nuestros días, que habla de justicia social.
La historia ha caminado lo suyo, ha habido un gran progreso en la sucesión de estas etapas. Hoy día «crece la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables» (G. S. 26). Camilo, con sus intuiciones surgidas de su fe evangélica, sencilla y profunda, bien podemos decir que se saltó etapas y vio nuestros tiempos, vio la dignidad del enfermo y del desvalido como la podemos ver hoy y también mejor.
En los tiempos de Camilo la sociedad se estratificaba en castas y estaba totalmente ausente del lenguaje popular el hablar de derechos del hombre por ser persona humana. El sin embargo tuvo sus intuiciones, fue un adelantado de los derechos del hombre aunque se tratase de un mendigo o de un deudor de la justicia, fue un genio de la justicia social. En más de una ocasión protestó públicamente por el trato que recibían los pobres, defendió sin miedo sus derechos, y lo curioso es que sus hechos más que sus palabras convencían y arrastraban...
Si bien es verdad que la justicia ha hecho y hace progresos en nuestros días sobre todo en e! interior de los países desarrollados, no es menos cierto que estamos aún en los comienzos de la tarea de construir una verdadera justicia social a escala planetaria. El mensaje sencillo y fuerte de los hechos de Camilo y de su fundación es muy actual, también hoy nos puede arrastrar.
San Camilo se hace oír hoy todavía; por sus hechos ciertamente, no por sus escritos, ya que apenas escribió nada ni sus estudios fueron más allá de sacarlo del número de analfabetos.
Los Sumos Pontífices León XIII y Pío XI lo declararon oficialmente, junto con San Juan de Dios, Patrono de los enfermos y hospitales, enfermeras y enfermeros. La razón es bien sencilla: Camilo dedicó toda su vida, casi cuarenta años avaramente aprovechados, a los pobres y enfermos del hospital. En la gloria del Padre no olvida ciertamente a los que tanto amó a su paso por este mundo.
En nuestros días aún arrastra a muchos, a muchas instituciones de la Iglesia que se inspiran en su carisma de caridad y tratan de imitado. La Orden por él fundada ha tenido una trayectoria histórica desigual. A la muerte del Fundador, siguió en los cauces de él recibidos, con su mismo estilo arriesgado y carismático, eran los tiempos heroicos. Las pestes eran frecuentes y las víctimas o mejor dicho, los mártires de la caridad se fueron sumando a los anteriores hasta bien pasada la cifra de 300. Esta característica de asistir a los apestados ha estado siempre presente en toda la historia de la Orden; incluso en las horas bajas, de menor vitalidad, cuando surgía una peste, los hijos de Camilo no faltaban a la cita. Todavía en nuestro siglo, en 1918 y en España, con motivo de la epidemia de gripe llamada española, dos sencillos religiosos entregaron su vida limpia y llanamente por no apartarse de los enfermos, manteniendo la tradición de los días heroicos de Camilo. Sus nombres Urbano Izquierdo y Vicente Coll; nombres ignorados, muy pocos ya los recuerdan, igual que a los centenares de los primeros tiempos.
En los siglos 17 y 18 la Orden se fue extendiendo fuera de Italia; un buen número de casas, unas 25 en total, se abrieron en España, Portugal y América latina. A principios del siglo 19 y por diversas causas internas y externas la Orden declinaba visiblemente camino de extinguirse. Pero un sacerdote de Verona (Italia), Cesare Bresciani, se entusiasmó leyendo la vida del Santo Fundador y amigo de los enfermos, y poniendo en el empeño todas sus fuerzas consiguió reunir nuevos y entregados compañeros de ideal y apoyándose en el viejo tronco todavía vivo, la Orden volvió a revivir y a desarrollarse como nunca, primero en Italia y en Europa, y a partir de aquí sus fundaciones llegaron a los cinco continentes. En el continente americano, las fundaciones del siglo 18 se habían ido extinguiendo y únicamente la casa de Lima (Perú) logró sobrevivir, pero en este siglo 20 se le añadieron nuevas fundaciones extendidas por Canadá, Estados Unidos, Colombia, Brasil y Argentina. En estos años postconciliares la Orden ha mostrado una marcada inclinación a acudir a los países del Tercer Mundo, al paso que trata de buscar y hallar los caminos del futuro, volviendo a beber en las puras fuentes del Fundador y oteando los signos de los tiempos; es este el esfuerzo que la nueva situación histórica exige para poder superar la crisis actual.
En el siglo pasado surgieron en Italia dos fundaciones religiosas femeninas, dos Congregaciones inspiradas en los ejemplos de San Camilo, que se han extendido también por todo el mundo.
Además, otros muchos grupos, asociaciones, cofradías... etc., de muy diverso tipo y estructura, han surgido aquí y allí, en tiempos pasados y presentes, cuyo común centro de interés y de cohesión está en servir a los pobres y enfermos siguiendo el impulso carismático y vital de Camilo de Lelis.
Nuestro Concilio Vaticano II, al tratar de presentar y difundir la fe cristiana entre nuestros contemporáneos, dice: «...todos los cristianos están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de la palabra el hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo, y el poder del Espíritu Santo, de tal forma que los demás, al contemplar sus buenas obras, glorifiquen al Padre (Mat. 5,16) y perciban con mayor plenitud el sentido genuino de la vida humana y la fraternal unidad de todos los hombres.» A. G. 11.
«En realidad, la caridad cristiana se extiende a todos sin distinción de raza, condición social o religión; no espera lucro o agradecimiento alguno. Porque así como Dios nos amó con amor gratuito, así los fieles han de preocuparse por el mismo hombre, amándole con el mismo impulso con que Dios lo buscó. Así pues, como Cristo recorría las ciudades y aldeas curando todos los males y enfermedades en prueba de la llegada del Reino de Dios (Mat. 9,35, Hech. 10,38), así la Iglesia se une por medio de sus hijos a los pobres y afligidos, y a ellos se consagra gozosa. Participa de sus gozos y de sus dolores, conoce sus aspiraciones y enigmas en la vida y sufre con ellos en las angustias de la muerte...» A. G. 12.
Este hermoso programa conciliar ha sido formulado hace pocos años; sin embargo parece calcado del programa de vida formulado en la fundación de Camilo, con hechos antes que con palabras. Camilo y sus compañeros fueron hombres de hechos, mucho más que de palabras. Este «detalle» es de gran actualidad cuando de tantas palabras que oímos y usamos, ya no las creemos si no vemos los hechos. Para hacer presente a Dios en nuestro mundo y para construir una humanidad mejor, el lenguaje hoy válido es el de los hechos de justicia y caridad, el mismo formulado por Camilo y los suyos, hace varios siglos.