Actualidad


14/08/19

Una compañía de hombres buenos: el origen de los Ministros de los enfermos

En el marco de la celebración de la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María al cielo, los religiosos camilos recordamos que en la víspera de esta fiesta, un día como hoy 14 de agosto, pero de 1582, Camilo de Lelis tuvo la inspiración de crear “una compañía de hombres piadosos y de bien, que no por un salario, sino voluntariamente y por amor de Dios, sirvieran a los enfermos con la caridad y el cariño que sienten las madres por sus propios hijitos enfermos”

Años después gracias a este pensamiento y por los sucesos que va generando el espíritu, nace la Orden de Ministros de los Enfermos, un grupo de hombres con corazón de madre, que ya no solo asisten en los hospitales sino que son capaces de entregar su vida en la atención a los apestados y en diferentes realidades de sufrimiento y exclusión donde descubren el rostro del mismo Cristo.

Con motivo de esta fecha tan especial queremos recordar estos momentos tan fundamentales en la vida de Camilo y de la Orden, tomando como referencia el relato que nos ofrece Mario Vanti en su libro: “San Camilo y sus Ministros de los enfermos” que la Provincia española recientemente ha publicado en español con la editorial Sal Terrae

«Una compañía de hombres buenos»

La noche que precedió o siguió a la fiesta de la Asunción de 1582, Camilo velaba en la sala, constatando una vez más la extrema dificultad que presentaba obtener criados de guardia, con el mínimo compromiso que exigían los enfermos para sus necesidades. No rara vez el abandono confinaba con la crueldad. Cuando Camilo se ausentaba después, los criados, apenas frenados «por el miedo que le tenían», dejaban a los enfermos sin custodia. Contaba más tarde a sus religiosos las horrendas cosas que pasaban en las crujías en aquel tiempo. Enfermos delirantes, bajando de la cama, que se desplomaban y morían allí, por no haber quien les socorriera. Otros, impotentes para moverse y ardiendo de fiebre, pedían en vano de beber, tragándose al final todo lo que tenían al alcance de la mano, desde los jarabes y decocciones a los líquidos más inmundos. Después era imposible imaginar la suciedad en la que se quedaban sumergidos los inconscientes por el abundante icor de las llagas.

Camilo, por lo que recordaba haber visto y experimentado, por lo que a su pesar le tocaba seguir viendo, sin esperanza de ponerle remedio eficaz y duradero con los medios de que disponía, empezó a pensar cómo podría proveer a la necesidad. Dado que «Dios le había enviado la llaga –pensaba y decía– para que se sintiera siempre obligado a los enfermos y aprisionado en los hospitales», debía y quería permanecer allí en paz y en la caridad. Y si San Giacomo, como todo hasta entonces le hacía prever, debía ser su casa, pretendía y quería gobernarla, dirigirla de acuerdo con los compromisos asumidos y las obligaciones de su propia conciencia. Y acabó por no pensar en otra cosa. Así pues, una noche de mediados de agosto, tuvo la primera idea concreta de organizar «una compañía de hombres piadosos y de bien, que no por un salario, sino voluntariamente y por amor de Dios, sirvieran a los enfermos con la caridad y el cariño que sienten las madres por sus propios hijitos enfermos»

Para Camilo, el pivote de la iniciativa era preparar criados de los enfermos que tuvieran corazón de «madres tiernas»: una levadura que fermentará la masa de una nueva institución. De momento no piensa más que en San Giacomo, donde tiene que actuar y proveer. Busca enseguida entre los criados a los mejor dispuestos para aceptar su programa de caridad; y no le resulta difícil: un sacerdote y cuatro laicos.

El sacerdote es don Francesco Profeta, capellán del hospital desde el 17 de julio de 1582. Había venido a Roma desde Sicilia, su tierra natal, para una acción procesual, en la que estaba interesado como jurista, ofreciéndose para hacer un poco de bien a los enfermos de San Giacomo. A continuación, decidió quedarse allí; así, el 15 de octubre de ese mismo año, fue nombrado «prefecto de la sacristía».

El primero de los cuatro laicos fue Bernardino Norcino. Ya en edad avanzada y hombre de gran virtud. Tras entrar a servir en San Giacomo el 4 de septiembre de 1580, en los más humildes menesteres, de «trinchante y canovaro» (cantinero), de guardarropa, de «gallinero», encontraba tiempo y modo de saciarse de oración y contemplación, dedicándose aún en lo que podía a los enfermos.

El segundo, Curzio Lodi (Loddo) dell’Aquila, era siervo en el hospital desde enero del año 1582; gozaba de la confianza del mayordomo, que le propuso poco después para que se ocupara de la despensa, y desde el 7 de abril de 1584 pasará al cargo de enfermero.

El tercero, Lodovico Altobelli, servía en San Giacomo desde junio de 1582.

Del cuarto, Benigno Sauri, no hay confirmación en los libros de San Giacomo. Camilo los puso al corriente, por separado, de su proyecto.

Cuando obtuvo su consentimiento y su confianza, sacrificando una hora de reposo, empezó a reunirlos en una pequeña habitación, en la que, sobre un altar portátil, había colocado un bello crucifijo suyo. Les hablaba Camilo de la caridad con la que se habrían de comprometer juntos a asistir a los enfermos «por puro amor de Dios». Pronto notaron todos en el hospital el ardor de su caridad y de su piedad.